OPINIóN
Actualizado 23/09/2015
José Amador Martín

Las primeras hojas caen en los paseos de los parques  como si fueran a ver pasar un desfile de luz y de colores. Huele a tierra húmeda  y voy vestido de la luz lluviosa  de la tarde. Siento el abrazo del agua en el paisaje gris y oscuro del día que  muere silencioso  y sobre mi cara, la tenue caricia del viento. Me ladra un perro que viene  hacia mí y oigo los gritos de los niños y el rugir de los coches sobre la calle inmensa, como un desfile  lleno de cuerpos que se hunden en el oleaje del asfalto mojado; niños que corren, parejas que se abrazan, ciclistas veloces, ancianos lentos y la sombra de los árboles que comienzan a dejar sus hojas a merced del viento. En el  parque  un escalofrío, como si una raíz hubiera crecido dentro de mí. Anochece y vuelvo con el agua y todos los recuerdos del verano que muere.  Otra vez las largas tardes de soledad y silencio en la ciudad de siempre, mientras cada rayo de luz que traspasa el paisaje hace visible la transparencia del día y se desnuda de pájaros el horizonte.

La ciudad con el último rayo del sol es una pirámide de luz que deja caer como un suspiro su paisaje invisible sobre la gran avenida. Incendiada se hace abanico para mi deseo, intacta sobre las ocres pinceladas de un sol mortecino, alzada sobre el asfalto,  se hace eternidad de piedra y se hace irreal como un sueño.

 

 Sin darme cuenta, sin quererlo, tengo el otoño en mi mirada.

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