OPINIóN
Actualizado 22/09/2015
José Javier Muñoz

Aprendí a entender y hablar un poco el catalán durante los cuatro años que residí en Palma de Mallorca. Era la década de los ochenta y la inmensa mayoría de los ciudadanos de Baleares, como los de Cataluña, vivían con naturalidad el bilingüismo, inmersos además en un ambiente cosmopolita de turismo internacional. Ahora mismo, en cambio, sufren también allí el radicalismo inoculado por los imperialistas de alpargata de los Països Catalans.

Creo que el nacionalismo responde a tres móviles: el sentimentalismo, el gregarismo y el lucro, ya sea de dinero o de poder. Los dos primeros actúan en el subconsciente. Lo he escrito en varias ocasiones y no me importa repetirme: el patriotismo sentimental es un rescoldo natural e inocuo del apego al terruño adquirido atávicamente en el tránsito entre el nomadismo y el sedentarismo. Nos resulta útil porque estimula la fijación en un determinado territorio e impide que los seres humanos vaguemos sin rumbo por tierras que desconocemos o a las que no tenemos aprecio. Pero cuando se agudiza hasta el patrioterismo excluyente y enfrentista, la exacerbación del amor a la tierra pervierte el nacionalismo. Es como el alimento, necesario para mantenerse vivo y placentero si lo preparamos con gusto y medida, pero que se convierte en patológico ingerido en demasía y puede devenir en obesidad o bulimia.

Los enfermos de bulimia patriótica, es decir, los nacionalistas excluyentes, los xenófobos y quienes llegan al fanatismo secesionista (que no son la mayoría de los catalanes) demuestran además una supina ignorancia. Porque su supuesta independencia se basa en un reino, una nación o un estado que nunca existieron. Cataluña perteneció históricamente al Reino de Aragón, del que Barcelona era un condado, y exhibe como seña de identidad la bandera cuatribarrada del reino aragonés. Su símbolo cultural, la catedral de Gaudí, es católico, o sea, universal, lo contrario de nacionalista. Tiene como danza propia la sardana, que significa "de Cerdeña". Basta un vistazo a Wikipedia para ver que los antecedentes de su "pa amb tomaca" están "en costumbres culinarias de trabajadores andaluces, murcianos y extremeños que emigraban hacia otras zonas de la península ibérica". Y ya puestos en el terreno de lo anecdótico aunque significativo, ha convertido en emblema catalanista el FC Barcelona, fundado por un suizo y repleto desde siempre de jugadores de las más diversas procedencias: holandeses, alemanes, brasileños, argentinos, búlgaros, portugueses, cameruneses, serbios, chilenos... Entretanto, el aumento de su población musulmana permite ironizar a algún comentarista político sobre la futura "República Islámica de Catalunya".

Pero las estupideces rupturistas no son para tomárselas a broma. Comparto cada palabra de esta afirmación de Cristina Losada: "Los argumentos del nacionalismo separatista son tramposos o falsos, su esencia es mezquina y corrosiva para la convivencia humana, pero precisamente por eso, lamentablemente, no da risa".

En el caso de que prosperase su retrógrado proyecto secesionista, ¿admitirían los líderes del guanyarem el "derecho a decidir" de las provincias, comarcas o municipios que no secundasen su iniciativa? ¿Cuál sería su capital? ¿Qué moneda adoptarían; el cateuro o, dado que son propensos a la nostalgia y podrían verse obligados a salir del euro, la catapeseta? Siempre les quedaría recurrir a Juan Carlos Monedero, adalid del desarrollo financiero y laboral de Venezuela, y lograr el respaldo internacional con ayuda de los asesores podemitas de Chavez y Maduro, auténticos artífices de la actual grandeza de su patria.

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