Usted está acostumbrado a perder el teléfono móvil. Va del trabajo a la casa y lo deja en cualquier mesa, sin cuidado. Nada más llegar el aparato le molesta y lo aparta sin miramiento. Es una forma de descansar. De cortar, aunque sea un rato, con el papeleo que le abruma y no le deja trabajar en aquello que le gusta, con la reiterada sucesión de cuestiones que vienen por vía oral, escrita o videográfica y le tienen abrumado el seso. Así que, como forma drástica de desconectar, en cuanto llega, con desenvuelta inconsciencia, lo suelta y hasta más ver.
Hace lo mismo con otra cosa. Más en verano todavía porque con los calores molestan. Cuando llega de la oficina lo primero que hace es retirarlas, como si de un yugo se tratara. No es que no sean útiles; lo son mucho. Pero también de eso hay que reposar. En realidad cuando, cansado, da los primeros pasos en su hogar, siente la necesidad de liberarse del todo y ocurre lo mismo que con el móvil. Así que en cualquier lado.
El problema es que tiene luego que volver a salir. Ha venido a su casa por esa misteriosa sensación de que si hace unos kilómetros de ida y otros tantos de vuelta está más descansado que si se queda todo el día encerrado en su sede laboral, donde no va a conseguir poner paréntesis a todos los asuntos que le acechan aunque se empeñe. Así que se ha ido a comer. Se ha tumbado veinte minutos en el sofá y se ha quedado traspuesto. Pero ya toca volver, antes de que sea demasiado tarde.
Su pareja ya está acostumbrada a los ritos cotidianos. Se da cuenta de que usted se levanta de la pequeña siesta y para ganar tiempo ya se va preparando para lo de todos los días. En realidad sonríe y piensa que el asunto ya no tiene solución. Llevan veinte años y el despiste vital va en aumento, así que se resigna, aunque no pierde la oportunidad para iniciar una pequeña discusión recriminatoria, sin la cual la sal del matrimonio sería insulsa.
En fin, tras el pequeño rifirrafe en que se aprovecha para decir eso de dónde tendrás la cabeza y tal y tal, sin necesidad de que usted se lo recuerde ,su pareja se dispone a hacerle una llamada perdida con la esperanza de que no se haya agotado la batería y sí: suena el teléfono donde usted lo había dejado. Ahora lo recuerda perfectamente. Nada más llegar ha ido al baño y antes se ha despejado de todos los aperos que llevaba: el teléfono lo dejó sobre la mesilla, encima de la pila de libros que le esperan para esa media hora nocturna, antes de apagar la luz que le llevará al mundo de los sueños.
Pero ahora que ya tiene el móvil, se da cuenta de que todavía le falta esa otra cosa, todavía más importante. ¿Hay algo más importante que los móviles de hoy en día? ¿Existe algo que le conecte con el mundo exterior de una forma tan contundente y necesaria? Pues sí, eso existe, y a usted se le ha olvidado también dónde demonios lo dejó.
La cuestión es que no puede aplicar a este problemón el mismo procedimiento sencillo y la cuestión todos los días se vuelve grave. Por eso cada tarde, tras revolver un rato y por fin encontrarlas, se marcha de casa preguntándose por qué extraña razón a nadie se le ha ocurrido la técnica sutil de incorporar un teléfono a las gafas, de modo que con una simple llamada perdida se le solucione el mayor de todos los males.