XI
El ígneo bramido del Ciervo
que viene por los montes
con sus sones de fiesta,
o el dardo que atraviesa
los pliegues más ocultos, o el ángel
que trae y lleva palomas mensajeras,
que transverbera las paredes de hielo
de este rudo corazón, Teresa, no es
sino la oculta señal, el signo
de otro Manantial
de donde brota el agua
para la sed. Es la centella
que se desprende del Fuego
y viene a posarse, mansa,
sobre mi frente
y la incendia y participa.
Es la marca
en el talón, como la del ángel
a Jacob al llegar el alba, el hierro
con que es herrado
en las ancas el hombre transcendido
?como los erales en el campo
para la áspera pelea hacia la muerte?
que ha aprendido a trepar
por sus propias columnas
hasta un techo más alto.
¿O acaso no soñaba
Zaratustra ?y su profeta,
y yo, y tantos? con una nueva
musculatura para el nuevo
superhombre, ese tótem erecto
expuesto en mitad de la plaza
para que todos copiemos un rasgo
de su eterno vigor
y lozanía?
Es el mismo gigante polimorfo.
La misma huella, la misma esquirla
desprendida de las constelaciones
que gime su regreso, el mismo
señuelo. Es el mismo: el de Juan
de la Cruz con su llama de amor
que el de Teresa de Jesús con su dardo
de oro largo y su ángel; o el de fray
Luis con su cantar; el mismo
ciclópeo titán que toca con sus dedos
la intrincada espesura
del Umbral.