OPINIóN
Actualizado 19/09/2015
Tomás González Blázquez

El martes pasado parecía que el mayor problema de esta España mía, esta España nuestra, era el tordesillano Toro de la Vega. Ya se sabe que la especie humana no es la más defendida por estos lares. Sin novedad en el frente. Copaban los telediarios las protestas "animalistas", cuyo fin último (y primero, y casi único), es acabar con la fiesta de toros. Con la reglada, aunque a veces el reglamento no se respete. Con la artística y cultural, aunque nos llamen torturadores a los que la defendemos. Con la nacional, que mucha animadversión a España carcome a parte de sus más oportunistas detractores.

 

Ese día era la penúltima de feria en La Glorieta. Tarde desapacible. Tarde de perros. El Juli renegó de la lidia en el primero y Castella le enmendó la plana en el segundo, pero el corazón se nos encogió cuando Perera se reunía en tablas con el tercero. Y entonces, se vació el burladero que nunca debe vaciarse, el de médicos. Y se abrió la puerta que nunca debe abrirse, la de la enfermería. El doctor Ortega y sus colaboradores tuvieron que hacer la mejor faena de la feria. Por lo que parece, el diestro extremeño evoluciona favorablemente.

 

Pocos profesionales cuentan con asistencia médica in situ ante posibles percances, como heridas por asta de toro u otras muchas lesiones que pueden suceder en un festejo. La atención es inmediata pero, en no pocos casos, de extrema urgencia vital, incluso a muchos minutos de carretera de un centro hospitalario. Hay que intervenir quirúrgicamente y hacerlo ya, por lo que la especialización y destreza de los profesionales que abandonan el burladero de médicos resulta decisiva. Son piezas fundamentales de la Fiesta. Que siempre cuenten con una enfermería de primera, sea cual sea la categoría de la plaza, supone un requisito básico para que su trabajo dé fruto.

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