Y luego la noche... tal vez esa historia
de nuevo repetida, sus paseantes, sus silencios,
y la lluvia por las fachadas, los árboles,
los pasos... La noche de soledad al parque
y el taconeo incesante de estatuas, de amantes
que se abrazan en los rincones del aire, la noche
que arranca de mí mis estrellas, mis sueños
y asemejan un vértice de vida, un elemento
singular, sutil, un paisaje de avenidas...
tan solitarias, tan grises, tan ocultas como el espacio
donde todo confluye, abismo de vocablos
horizonte de espera, noche, al fin, de silencios.
Y más tarde el equilibrio de la oscuridad completa,
el café humeante y la mirada a través del cristal
el viento de los árboles, el frío, el paseante
que gabardina a los hombros cruza solitario
y quizás tararea la última melodía de amor...
De mármol, de acrisolado y blanco esmalte
de párpados hundidos, de rostro dulce como miel
de un desierto, viene una vez más la noche,
una victoria más, un día más, a la ciudad
y resurge un concierto de ríos plateados, un murmullo
de músicas y silencios, sobre las ventanas
encendidas, donde algún sueño viaja...
Noche que sabe a melodía de piano de café,
a llanto, a cicatriz dolorida, a pasto de olvido
a dominio que se recrea por los años, como
la madreselva por los claustros y las fachadas
de los palacios y torres, crisol para soñar,
yunque de platero, péndulo de eterno giro sobre sí mismo.
Celestial y única noche, amante perfecta,
acudiendo a la cita viajera del tiempo y, sometida,
al engranaje perfecto del reloj del tiempo.
Noche redonda y única, tan distinta, tú,
a las demás porque ya han sido y a las que han de venir.
Y luego la noche... que aprendió a llegar y a quedarse
como un viajero más, pasajero del tiempo...
También la falsa y larga noche de los sin esperanza,
pero noche al fin sin adornos ni músicas,
sin péndulos ni horas, sin vocablos ni signos,
callada noche de alturas y nieves, de alcobas
y lunas. Noche, al fin, del alma, oscura y fría.