OPINIóN
Actualizado 14/09/2015
Antonio Vicente

ANTONIO VICENTE / Juez internacional canino

Este verano  han hecho su aparición, de nuevo,  unos de los más indeseables visitantes  que cada verano nos acompañan en cualquiera de los cuatro puntos cardinales de nuestra geografía: los incendios forestales.

Lamentablemente el ser humano tiene, muchas veces,  la rara  condición de familiarizarse con la tragedia si esta se hace muy habitual y reacciona, después, ante ella con total pasividad; es lo que  sucede con esta lacra de verano a la que cada vez le prestamos menos atención cuando los medios informativos nos hablan de tal suceso.

Este año, las informaciones facilitadas por los técnicos del Ministerio de Agricultura, Alimentación y  Medio  Ambiente  indican que se han quemado casi 55.000 hectáreas, lo que equivale a las cifras que arrojaron  2013 y 2014 juntos.  Como muestra un botón, el incendio que sacudió la sierra de Gata,  al norte de Cáceres, a primeros de agosto y que calcinó más de 6000 hectáreas. Los mismos  técnicos achacan tal poder de destrucción a las altísimas temperaturas que hemos soportado este verano, y razón no les falta, pero tengo la certeza que ésta no es la única razón.

Cada vez que los medios informativos se acercan a las gentes más directamente afectadas y piden su opinión, un denominador común sale a la palestra en cualquier incendio del norte, del sur, del este o del oeste: El monte está abandonado. Como consecuencia de ello la vegetación es desmesurada, ha crecido sin control  y esto hace  más fácil el inicio del fuego, más voraz su desarrollo y mas difícil su control y extinción; en estas condiciones, la vida de las personas que forman  los equipos de extinción corre un altísimo riesgo; cuando  la orografía del terreno se mostró difícil muchas veces hubo que lamentar lo peor. Desgraciadamente la mayoría de las veces la mano del hombre está detrás de los incendios.

En lo referente a nuestra comarca,  la localidad de Bermellar ha  sufrido este verano el mayor azote por el fuego; menos mal que esta vez los indicios apuntaron a que la mano del hombre no estaba detrás de la catástrofe. Por fortuna aquí no tenemos negocios madereros  ni especulación urbanística, 'negocios' a los que se apuntó tantas veces como trasfondo de los incendios en otras tierras.

Es cierto que el monte muestra síntomas de abandono, lo que no quiere decir que haya sido  abandonado, ni mucho menos, pero la avalancha de normas conservacionistas que la gente del campo, principalmente, ha soportado  en los últimos años, les ha ido impidiendo cuidar del mismo como se hacía antaño, cuando los campesinos, especialmente los pastores, que pasaban todos los días del año en el campo,  se servían ?paradójicamente?   del fuego  para limpiar el monte en épocas de finales de otoño o invierno. El objetivo era quemar pequeñas  porciones de terreno donde la maleza hacía difícil el paso de los  animales; de esta forma se quitaba la maleza y se regeneraba la hierba que tras las primeras lluvias emergía con prontitud  siendo  nueva y de más calidad. En esas fechas el fuego no se propagaba con voracidad, su control era muy fácil y afortunadamente, en nuestra comarca, la flora  existente (monte bajo y matorral mayoritariamente) se regenera con prontitud.

 

Tampoco es difícil oír las quejas de estos en el sentido de que a aquellos que más agitaron las banderas conservacionistas nunca les vieron junto a ellos sudar la gota gorda cuando hubo que salir a sofocar un incendio

 

Tenemos los humanos un mecanismo impreso en nuestro ADN que nos  hace amar aquello que consideramos nuestro, que cultivamos, que cuidamos y mimamos; sospecho que tanta norma conservacionista, donde han imperado sobre todo las prohibiciones, ha alejado sentimentalmente a las gentes del campo del medio en el que viven y, en consecuencia, se ha  perdido  el sentido del apego por aquel viejo lema que nos recordaba que "cuando el monte se quema algo tuyo se quema". Salvo raras excepciones y casos muy concretos, los incendios ya no movilizan a las gentes del medio rural como lo hacían antiguamente. Nada que ver con aquellos tiempos en los que el repique de las campanas alertaba del incendio y todo el mundo dejaba aquello que estaba haciendo y corría a trabajar en las labores de extinción, incluso a ayudar en pueblos limítrofes si el incendio sacudía a los vecinos.

Tampoco es difícil oír las quejas de estos en el sentido de que a aquellos que más agitaron las banderas conservacionistas nunca les vieron junto a ellos sudar la gota gorda cuando hubo que salir a sofocar un incendio. Las cosas ahora, muchas veces, son así.

Tengo la seguridad de que si se hubiese dejado más autonomía a quien vive en el campo y del campo para cuidar su medio, el monte presentaría un aspecto muy distinto, estaría 'aseado', los incendios, en consecuencia, no serían tan frecuentes, su voracidad no sería comparable con la actual, y su control sería infinitamente más fácil.

Este entorno maravilloso del que disfrutamos, especialmente en algunos pueblos, lo supieron conservar en perfecto estado nuestros antepasados con sus métodos, sus costumbres y su esfuerzo y sobre todo con  algo que hoy, creo, se ha perdido, con mucho cariño.

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