Anda mi tierra, Salamanca, metida en fiestas patronales y de su mano nos visitan toreros, ganaderos, picadores, monosabios, banderilleros, aficionados y otras gentes que gustan del disfrute de ver sufrir a un animal en la arena de La Glorieta.
Se regocija Emilio, el camarero, defensor de trajes de luces, garrochas y estoques.
Salta la conversación, una vez más, y las distancias se hacen cada vez mayores. Argumenta Emilio, mientras rellena los vasos a propuesta de un parroquiano, que las gentes son libres de acudir o no a los toros, y que esa misma libertad les faculta para seguir montando saraos donde torturar a los astados.
Trato de ponerle ejemplos de barbaries que fueron tomadas por dogma en otros tiempos: que si la pena de muerte, que si la esclavitud, que si negros o indios no tienen alma? Le digo que en todos esos casos hubo quien defendió du derecho amparándose en que quien no lo quisiera no estaba obligado a cogerlo. Quien no deseaba esclavos, no los tenía; quien veía en negros o indios un igual, se arrimaba a ellos y los tenía por amigos.
"¡No compararás hombres y animales!" Me dice exaltándose. Y no era esa mi intención, para nada. No puedo comparar hombres y animales, entre otras cosas, porque los hombres resultamos ser más animales que el más sanguinario de los bichos.
Plasmo en el ordenador estas reflexiones al llegar a casa
y yo también me felicito.
No por las fiestas, y mucho menos por los toros,
que tanto me avergüenzan.
Me congratulo porque este el artículo número cien
que escribo para esta publicación.
Cien reflexiones, cien chistes? ¡Cómo pasa el tiempo!