OPINIóN
Actualizado 12/09/2015
Manuel Lamas

Se dice que la cultura es la cuna de la libertad, pero no es del todo cierto. La cultura, por sí sola, no consolida libertad alguna, pero si otorga una herramienta muy valiosa al entendimiento cuando se utilizada convenientemente.

No es fácil, aún teniendo una vasta cultura, descubrir la verdad que subyace bajo los escombros de nuestras vivencias. Los hay que multiplican su orgullo exhibiendo a capricho su sabiduría vulgar. Otros, pertrechados en la abundancia, adoctrinan reiteradamente sobre materias que desconocen. Muy pocos, conscientes de las propias deficiencias, admiten la precaria realidad que envuelve al ser humano.

Todos, sin excepción, deseamos un mundo mejor, pero muy poco nos esforzamos por conseguirlo. Quizá sea nuestra ignorancia sobre verdades fundamentales quien alimenta nuestro desinterés y, víctimas de la apatía, decidimos dejar las cosas como están.

Pero alguien mantiene viva en nuestro interior una llama que no se extingue. Algo parecido al hambre de inmortalidad. Reiteradamente nos negamos a morir, porque aún no sabemos quien somos, ni qué hacemos en este desierto de ignorancia. Al menos, tendríamos que conocer el destino de nuestro viaje antes de emprenderlo. Esta es la causa por la que permanecemos parados en la misma estación, con las mismas preguntas en la memoria y renovados miedos en nuestro equipaje. Este sentimiento es más común de lo que imaginamos. Pero nadie puede explicarnos la naturaleza de esta percepción.

Si creemos en el más allá, esa misma creencia, nos hace dependientes y  esclavos en el más acá. Nos obliga a convertir las hipótesis en verdades absolutas a través de la fe. Sin reparar que nadie la puede alcanzar con imperativos alejados de las propias convicciones. Las creencias de cada ser humano fraguan en su interior y emergen espontáneamente como lo hacen las flores sobre la base de  los campos cuando regresa la primavera. Nuestra misión consiste en tener ese campo a punto, abonado y removida la tierra, para que la naturaleza proceda como lo hace con el resto de seres vivos.

Algo nos impulsa hacia una esfera cuyas coordenadas marcan las referencias de una vida plena, capaz de transformar nuestras angustias en equilibrio y nuestras dudas en certezas. También esta percepción forma parte de la vida. No podemos conocer su origen, pero tampoco podemos negar sus beneficios. Se trata de la fuerza que nos empuja hacia delante, aún sabiendo que tropezaremos reiteradamente con los mismos escollos.

Pero, un día cualquiera, la voracidad del tiempo engulle la existencia sin previo aviso. Cualquier previsión para librarnos de esta fatalidad es una quimera. Aún así, no nos rendimos y seguimos preguntando por nuestra pertenencia al mundo de los vivos. Y, como mendigos en permanente tránsito, discurrimos por el mundo de los sueños,  alimentando nuestras esperanzas con pequeñas certezas.

Una y otra vez cruzamos los valles y ganamos las cumbres. Desde arriba, contemplamos cómo naturaleza se desnuda ante nuestros ojos. Generosa, nos ofrece sus entrañas transformadas en luz y en color; en aromas que el viento traslada hasta nosotros. El oxigeno del aire penetra en nuestros pulmones y nos devuelve una sensación de libertad y dominio al mismo tiempo. Entonces, nos damos cuenta de que somos una extensión de lo que contemplamos. Nos convertimos en un apéndice de esa naturaleza que ahora condensa su totalidad en nuestra alma. A partir de ese momento, no hay diferencia entre lo que vemos y lo que somos. También nosotros nos hemos hecho naturaleza porque la abrazamos sin el funesto deseo de pertenencia.

Cuando salgo de mi abstracción y vuelvo a la realidad, descubro la ruina más absoluta a mi alrededor. Tengo que volver a la rutina; ese es mi lugar. Pero no renuncio al absoluto que he sentido, aunque se trate de un sueño irrepetible.  

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