Los edificios de una ciudad necesitan un nombre propio, como las personas y, en el mismo sentido, elegirlo dice mucho de qué genealogía se quiere valorarse y de las razones por las que se prefiere uno, u otro. Siempre me fijo en cómo se denominan las calles de una ciudad y sus nuevos edificios. Nominarlos responde a una decisión municipal en la que normalmente la ciudadanía no es consultada, como es habitual en los poderes tradicionales. Pero bautizar un edificio nos sirve para saber a qué dan importancia nuestros responsables políticos.
En Salamanca se vive demasiado del pasado. Julián Sánchez el Charro, guerrillero salmantino, fue el que ostenta un centro cívico de Salamanca cercano a un centro comercial de sobra conocido. Unir ciudadanía, actividades y centro de encuentro a una referencia del siglo XIX, famoso por su lucha en la Guerra de la Independencia, resulta curioso. Es cierto que hasta Benito Pérez Galdós, lo nombra en su famoso texto de la Batalla de Arapiles, pero utilizar un símbolo nacional, nos emparenta con otros nombres de la reconquista, Viriato, Pelayo, o el mismo Cid que se convirtieron en figuras de una trasnochada españolidad ligada a otras guerras.
También nuestro siglo XX fue devastador para el Gobierno de España. Se estaba en guerra con Marruecos y además perdiendo las colonias de Filipinas y Cuba, pero parece que la mejor manera de olvidar este desastre fue resaltar los trajes, la danza y las fiestas. De hecho, el traje charro se convirtió en otro símbolo, mucho más cuando lo vistió la reina Victoria Eugenia, la esposa de un Rey que huyó de España para hacer fortuna hasta el final de sus días fuera de nuestro territorio. Insisto que nuestra querida ciudad depende demasiado de las contiendas del pasado, de un pasado en el que no todos han sido héroes, sino más bien villanos. Por ejemplo, en 1936, cuando el ejército dio un golpe de estado a la II República, Salamanca fue un centro neurálgico del General Franco y aquí fue nombrado Jefe del Gobierno del Estado Español. Todos participaban de este júbilo indecente, desde el obispo, a ganaderos, terratenientes, incluso la burguesía rural prestaba apoyo a la Falange, hasta la Legión Condor se ubicó en un palacio de la Calle San Pablo. Si los símbolos que se recuperan para los edificios de nuestra ciudad son más propios de batallas y confrontaciones, no es de extrañar que la ciudadanía no sea considerada una buena interlocutora, ni para nombrar edificios, ni para decidir qué necesidades son las más urgentes de cubrir. Si el Ayuntamiento se niega a eliminar el medallón con el rostro del dictador de la Plaza Mayor, por qué vamos a esperar que rompa con un pasado y piense en clave de futuro, pero no sólo para la agenda de conciertos programados en estas fiestas, sino para dejar de concebir la vida pública mirando un reloj de arena.