Más allá del tema concreto a que se refieren (el proceso independentista catalán), y se esté o no de acuerdo con ese proceso, con su forma o hasta con su misma existencia, no es de extrañar que las admoniciones domingueras publicadas en un diario nacional de Felipe González Márquez, que fue presidente del gobierno español, hayan provocado el frontal rechazo no sólo de quienes no comparten sus, digámoslo así, razonamientos, sino de cualquiera que crea en que en el libre debate de ideas, propuestas y posturas se sustancia la libertad política, y que en la capacidad de criterio de las personas y no en su amedrentamiento, en su libertad de opción y no en ponerlos entre espadas y paredes, en la información y no en la propaganda, en el conocimiento de la realidad sin manipulaciones y en la igualdad de opciones en el acceso a los medios de maduración social, se sustenta la identidad de los pueblos, identidad que deciden y conforman sus miembros libremente, directamente, conscientemente.
No serán estas líneas las que muestren pública postura de apoyo ni de rechazo al tema de la independencia de Cataluña, porque no tratan de eso, pero sí un profundo lamento y la constatación de un malestar ya casi crónico por la deriva paternalista, manipuladora en lo político y tergiversadora en lo informativo con que se está tratando el asunto, y que el último domingo se elevó a cotas de intolerable manoseo con el artículo del expresidente del gobierno español en el diario El País ?su contenido y, sobre todo, la innegable intención de su publicación-, y que con la complicidad nada inocente de otros medios de comunicación y de los dos grandes partidos políticos españoles, que durante varios días en tertulias, titulares, entrevistas y declaraciones, han pretendido convertir un debate que debería sustanciarse en foros menos mangoneables, en una cuestión maniquea que a modo de redivivo auto de fe pretende que la declaración de estar o no estar de acuerdo con la homilía periodística del otrora izquierdista cargo público, constituyera una seña de identidad, una medalla o un baldón, que en forma de proclamación pública de españolismo o antiespañolismo cada quien debería a fuego llevar tatuada.
La libertad de expresión, un derecho inalienable para cualquier ciudadano libre ?y la opinión personal que se publica es parte sustancial de ese derecho-, no debería nunca ponerse al servicio ni encubrir campañas de desprestigio, de obstaculización o de acoso en las que debieran ser limpias batallas políticas.
Pero cuando se utilizan los medios de comunicación que se suponen ecuánimes, los nombres que se presumen sensatos, las firmas y su supuesto prestigio (?) que se creen neutrales e incluso las fechas, la oportunidad o la coincidencia de decisiones judiciales que deberían estar alejadas de la arbitrariedad para tomar público partido en una disputa política, esos medios, esos nombres, esas firmas, ese supuesto prestigio (?) y esas coincidencias, dejan de responder a lo que su nombre indica para convertirse en algo cercano a la indecencia.