Con mi cámara en la mano recorrí aquel mercado. No buscaba nada especial. Quizá una panorámica de la gente atravesando los espacios, o un primer plano de algún producto favorecido por la luz.
Anduve largo rato entre los puestos y pude observar la brillante textura del pescado. La apariencia de su piel, le otorgaba una frescura extraordinaria. También paré en una tienda de embutidos con los jamones colgados en su parte frontal. Pero, lo que más me gustó, fue un puesto de frutas y verduras donde, la excelente presentación de unos melocotones, arrebataba la atención de los paseantes.
Movido por la estética del producto, también yo compré un kilogramo de esa fruta. Pero, cuando regresé al hotel y probé uno de ellos, la decepción fue total. Había comprado forma, textura y color, pero le faltaba lo principal: el sabor.
Había adquirido una imagen. Los vendedores conocen a la perfección esta debilidad de los consumidores. No en vano cuidan escrupulosamente la apariencia de lo que ofrecen. Segregan los productos por tamaños y desechan aquellos que tienen alguna irregularidad. También es importante el color del producto y su textura para completar el engaño. O ¿no es engaño vender fruta que no sabe a nada?
Me consta que ese producto llevaba largo tiempo depositado en cámaras frigoríficas y sometido a determinadas temperaturas para su conservación. Hoy nadie duda que son los rayos del sol quienes dan el toque definitivo a los frutos, dotándolos de excelencia a través de su maduración natural. Sin embargo, no se puede esperar. Hay demasiados intereses en juego. Sería ruinoso para los intermediarios, que son quienes obtienen los mayores beneficios.
Por eso se cosecha antes de tiempo, se almacena en enormes espacios y, antes de salir al mercado, el producto se somete a procesos de maduración artificial, a través de sustancias químicas, tales como el etileno y el acetileno. Estos, aceleran los procesos naturales dentro de las frutas y permiten su maduración en cortos periodos de tiempo. El resultado ya lo conocemos.
Algo semejante ocurre con las relaciones humanas. Lo auténtico no cotiza al alza. Ordinariamente, también las personas lucimos nuestro excelente maquillaje. Es importante la puesta en escena; la imagen que ofrecemos a los demás, porque, a través de ella, formarán su juicio sobre nosotros. Asimismo, nuestro discurso dista mucho de ser auténtico. Pero, cuando se descubre el engaño, como ocurrió con la fruta sin sabor, nuestro concepto acerca de esas personas sufre un enorme deterioro.
Detrás de la falsa apariencia se esconde la auténtica persona, con sus valores indiscutibles y sus defectos insalvables. Solo tiene que desechar su vanidad y mostrarse como es.
Tanto los productos del mercado, como las personas, necesitamos despojarnos de tratamientos innecesarios, en favor de la autenticidad. Porque, hay alimentos que agradece el paladar, aunque los rechace la vista y personas cuyos valores son importantes, pero les falta el ámbito donde puedan ser mostrados.
Sirva nuestra vista para disfrutar de la belleza pero, cuando se trata de buscar lo auténtico, vayamos más lejos; utilicemos nuestra inteligencia.
Todos sabemos que detrás de muchos productos, excelentemente presentados, hay una serie de valores añadidos que encarecen su precio en detrimento de su calidad. Otro tanto ocurre con las personas cuando ocultan su verdadera personalidad con falsas apariencias. La verdad es poderosa, autónoma y no admite manipulación. Tarde o temprano sale a la luz aquello que tratamos de ocultar.