No hay manera de terminar con este verano plagado de malas noticias. Hasta el calor excesivo parece una mera anécdota. Porque la desgraciada acumulación de muertes de estos meses desafía esa máxima tibetana, llamemos consoladora, de que la muerte nos iguala a todos. Refranes y moralejas parecidos se encontrarán en todos los idiomas intentando confortarnos ante el hecho de que nuestras vidas no son iguales (algunos tenemos más suerte), por mucho que todos tengamos la misma dignidad como seres humanos.
Y digo desafía porque el espectáculo que nos ofrecen las noticias -no escribo para quienes las han vivido de cerca, su dolor es comprensible- nos lleva a pensar que no todas las muertes son iguales. Muertes de seres humanos (sobre todo mujeres) por la mano de otros seres humanos. O por su mediación indirecta. Muertes de quienes, dejándolo todo atrás y refugiándose en otros países, buscan salvar su vida, mejorar su vida. Accidentes. Imprudencias. No nos igualan por mucho que lo diga el refrán. Algunas nos provocan sentimientos de indignación y rabia. Otras repulsa. Algunas asombro. Casi todas impotencia
Miles de personas se ahogan en el mar. Otros perecen en incendios provocados. Un hombre asesina a sus propios hijos para dañar a su madre. Otro hombre más con enorme presencia mediática (excesiva para mi gusto) se apropia de la macabra etiqueta El crimen de Cuenca que hasta ahora ostentaba el no crimen tratado en una película de Pilar Miró. Un conductor desconocido y miserable deja abandonada en una cuneta de Austria una camioneta con más de 70 cadáveres en su interior. No hay imágenes de su interior. Pero unos minutos después el mismo telediario nos informa de una muerte más por asta de toro en los encierros y cencerradas populares; tragedias que, aunque siempre se producen, este año han crecido en número insoportable. En este caso sí que suele haber imágenes y cuesta creer en lo que se ve. La emoción que producía la archiconocida fotografía de Robert Capa que captó el momento -hoy día se discute su honestidad- en que un miliciano se desploma y suelta su fusil al encontrar la muerte se queda pequeña cuando repasamos estos videos de aficionado en los que asistimos, en apenas unos segundos, al tránsito entre la alegría de la vida y la quietud de la muerte; ya sea un vecino despistado rodando un vídeo, un abuelete imprudente o un mozo alegre en fiestas que tropieza ante la cara de un toro y es lanzado al aire como un pelele para caer inerte. Los espectadores, los mismo protagonistas, asisten móvil en mano para captar un remedo macabro de l'instant décisif de Cartier Bresson que, quizá, luego salga por la tele. Ellos los graban, nosotros los consumimos.
Si uno de los objetivos de la decisión humana de organizarse en ciudades, comunidades, etc., era protegerse en el grupo deberíamos ser capaces de evitar tantas muertes prematuras. ¿Seremos capaces de hacer algo?