OPINIóN
Actualizado 29/08/2015
Manuel Lamas

Mis ojos se clavaron en su rostro. Tomé un pañuelo de papel y enjugué sus lagrimas, estaba llorando. Era mayor, pero no demasiado para vivir en el mundo del olvido. En ese lugar se envejece lentamente, mientras se pierden los pocos afectos que  se recordaban.

Todo en la Naturaleza se encuentra ordenado. Solo las personas, gracias a nuestra libertad, sembramos el desconcierto necesario para que ese orden se invierta. Así, mientras tenemos fuerzas, cruzamos enormes distancias sin advertir que, en esos traslados, perdemos todas nuestras capacidades. Y, como si de un castigo se tratara, nuestros esfuerzos no se ven recompensados, al menos en la medida que esperábamos. Con el paso de los años, descubrimos que muchas de nuestras decisiones no fueron acertadas. 

Sería importante analizar tales comportamientos dentro de los contextos en que tuvieron lugar. También las responsabilidades omitidas, respecto a las personas que compartieron su vida con nosotros. Pues, cuando gozamos de buena salud y suficiente éxito en el trabajo, olvidamos otros compromisos.

Lo cierto es que, somos gregarios. Estamos integrados en la sociedad a través de la familia y necesitamos su apoyo. Cuando nacemos, para dar los primeros pasos. En la madurez, para mantener vivos los afectos, como alimento para nuestro equilibrio emocional. Y, en la enfermedad y la vejez, porque las fuerzas flaquean y necesitamos dejar el mundo con suficiente dignidad.

Contrariamente, nos independizamos en cuanto podemos, sin contraer ningún compromiso afectivo con aquellos que nos dieron la vida. Hay demasiada violencia en algunas actitudes y mucha negligencia al asumir responsabilidades.  Cierto que existen  cosas que no se deben imponer, pero todo sería distinto si se dotara a la sociedad de valores más efectivos. Porque, los jóvenes de hoy, con sus omisiones inconscientes y su autosuficiencia no reconocida, son los viejos de mañana que, con su mochila a la espalda, trasladarán enormes fardos de dolor y soledad. 

Quizá haya llegado el momento de plantear en serio una reforma definitiva de la educación, en la que todos estén de acuerdo. Pues, algo tan importante, no debe ser cambiado por los últimos que llegan al poder. Educación también es formación para la vida. Otra cosa es el conocimiento; este saber lo obtenemos por nosotros mismos, a través de la experiencia. 

Los valores no tienen fecha de caducidad; están ahí desde tiempo inmemorial. Sirvieron a nuestros abuelos, a nuestros padres y a muchos de nosotros. Estoy hablando de responsabilidades; del precio que tendría que exigir la sociedad a sus ciudadanos, para que las relaciones familiares y sociales discurrieran con normalidad.

Es importante mirar al pasado. Pues, no se evoluciona, cuando ese pasado se desecha, sin tener sobre la mesa mejores proyectos para el futuro. Avanzar ciegamente nos ha traído donde ahora estamos. Y, como si de un monte quemado se tratará, hay que repoblar la conciencia social con elementos regeneradores. Esto solo se consigue a través de la educación.

Es en los primeros años de la vida cuando la mente acuña su primer lenguaje que no es, únicamente, el de las palabras. Creo que nos olvidamos de las actitudes, de los afectos y de las responsabilidades frente a los demás, que harían de los pequeños personas de bien y miembros de sociedades más justas y solidarias. 

No creas que me he olvidado de mi artículo "los hijos del olvido", todo está relacionado. Hay demasiadas personas que viven en residencias, abandonadas por los suyos. No me refiero a un abandono físico, sino afectivo. Pues, nada importa donde nos encontremos, si permanecen intactos los lazos del amor. Cuidamos el cuerpo de nuestros ancianos, pero ¿quien cuida de su alma? ¿Quien les escucha, cuando se aproximan, con todos sus miedos, hacia la última frontera?

Nada tengo en contra de estos establecimientos, todo lo contrario. Será necesario abrir más y hacerlos más dignos y asequibles para quien los necesita. Pues, cada vez somos más viejos y, muy pocos, pueden contar con la familia para cubrir el último espacio de la vida. Hoy, la institución familiar, no goza de buena salud; le azota un enorme temporal  que amenaza con hundirla definitivamente.

De mi paso por aquella residencia, no puedo olvidar a Luisa, una persona con la que pasé algunos minutos. Afectada de Alzheimer se agarro a mi brazo y me pidió que la llevara con su madre. ¡Que recuerdos tan bellos había en su cabeza! ¡ Que fracaso tan enorme no poder hacerlos realidad!

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