De cenizas y prodigios
Todos los amaneceres, incluso los desvaídos, el batelero recogía las ánimas de los salmantinos y las transportaba al más allá. Pero ni el barquero sospechaba que era Caronte (no tenía mazo), ni ellas sabían que marchaban a penar.
Lo cierto es que Hermes y Osiris, en una confluencia astral que sólo se produce cuando ambos están enamorados, habían decidido compartir su alegría con los espíritus durante el tiempo que durasen sus amores.
Por eso habían cambiado el camino al Hades, con su sol negro y sus aguas ponzoñosas, por una ruta que rasgaba los cielos en dirección al bellísimo oeste, el rincón donde iba a dormir la luz todos los atardeceres.
¿No deberían conocer los espíritus el favor que se les ofrecía?
Mas... ¿Quién se atreve a despertar a un alma ensimismada?
Ellas, ignorantes, jugaban a quitarle los remos y el timón al barquero sin recelar que, tal vez mañana, él se encarnará de Carón y volverá a maltratar las almas de los muertos, y las llevará por Estigia hasta el mundo subterráneo (como ha hecho siempre), donde serán recibidas por imperios de seres monstruosos con cabezas de carnero, o de hipopótamo, o de tortuga, que al sentir su corazón más pesado que un soplo de plumas, harán venir al dios devorador de difuntos (invisible bajo el casco que le regalaron los cíclopes), que les arrancará el corazón y se lo comerá para que no puedan sobrevivir en el más allá.