OPINIóN
Actualizado 23/08/2015
Marina del Valle Blanco

Se montó en el camión y se fue. Le quedaba un largo viaje, aunque no le preocupaba demasiado, sabía que volvería en dos o tres días, y lo estarían esperando como agua de mayo.

Además, el viaje iba a ser de los más interesantes, atravesando la península, cruzando los Pirineos y llegando a aquella estupenda ciudad que le recordaba a su infancia. Había estado sacando de aquel baúl ese pobre francés que aún recordaba, a pesar de tantos años.

Las líneas de la carretera pasaban lentas, hacía frío y no debía acelerar más de lo debido. Las montañas estabas más bonitas que nunca.

"Qué pena de cámara de fotos", -pensó. La había olvidado, como de costumbre, aunque no le importó en exceso, nunca tenía carrete y seguramente así habría sido si la hubiese llevado. Gran invento el de las postales.

Sí, compraría postales, y por supuesto un regalo, humilde, pequeño, para verla sonreír como cada vez que volvía de viaje con algo entre las manos. Eso hacían los buenos padres.

"C'est pour toi". Estaba contento, el francés que residía en su cabeza estaba menos oxidado de lo que creía.

Una vez hecho el porte, postales y oso de trapo en mano, empezó la ruta de vuelta. Imaginaba los tres días libres que le esperaban al llegar, con ellas, con el oso de felpa, oso que seguramente acabaría cumpliendo la función de almohada, de pañuelo, de abrigo, de amigo? y se llamaría como él.

Disfrutaba con sólo pensar en esas pequeñas escenas, que discurrían entre curvas, entre valles.

Ya lo tenía todo más o menos planeado. Todo excepto aquel golpe, aquel ruido. Un golpe que le impidió seguir pensando, un latigazo fuerte, un dolor interno. El rumbo de su viaje había cambiado.

En pocos segundos, el día había dejado de ser perfecto, la nieve dejó de ser blanca y aquel oso de felpa jamás cumpliría su función.

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