OPINIóN
Actualizado 22/08/2015
Manuel Lamas

Hace pocos años, cuando Juan decidió terminar definitivamente con su actividad laboral, tuvo que adaptar su vida a la nueva situación planteada. No le fue fácil desprenderse de las rutinas acumuladas, pero tenía muy claro que seguiría activo, aunque la forma de gestionar el tiempo sería muy distinta.

En los primeros meses de esta situación, tuvo que admitir nuevos elementos en juego. Pero, no solo eso, se vio obligado a desprenderse de otros que a partir de aquel momento ya no le servían.   

A pesar de sus buenos propósitos, a todas horas tenía presente su vida anterior. Volvían a su memoria largas jornadas de trabajo, dilatadas reuniones en las que siempre se decía lo mismo y, también, los pesados cursos de formación, con sus innovadoras formas de optimizar el tiempo.  

Le parecía un sueño levantarse temprano y disponer, a su antojo, de todos los momentos. Sin embargo, algo de lo que no pudo desprenderse con facilidad, fue de su sentido estricto en la distrubución del tiempo. Acostumbrado a la eficiencia, le parecía un despilfarro perderlo en nimiedades.

Largas esperas en la ventanilla de cualquier organismo le ponían nervioso. Pero pronto advirtió el error y no tardo en modificar su conducta. Se dio cuenta de que, ese tiempo, no se pierde por no ser retribuido. Ahora se trataba de un tiempo distinto que necesitaba ser gestionado de forma diferente.

Pasaron largos meses, hasta convencerse de que ninguno de los momentos se pierde si somos conscientes de vivirlos. En una de nuestras entrevistas me refirió que, al principio de su nueva situación, se ponía muy nervioso cuando advertía que, a la aplicación de ese tiempo, no le seguían resultados. 

Unos meses después, volví a encontrarme con él y, este problema,  ya lo tenía resuelto. Ya era capaz de percibir lo que acontecía ante sus ojos mientras esperaba el autobús. Bajo la marquesina, podía observar el trasiego de la gente; ver al turista que pregunta por una calle o, el niño pequeño que rechazó la mano de su madre y a punto estuvo de ser atropellado por un coche. Comprendió, además, que en el escenario de la vida, todo cambia mientras lo observamos. Y, una mirada atenta, siempre descubre algo interesante para no dar por perdido el tiempo.  

Es importante la gestión del tiempo. Pero no todos los tiempos tienen la misma finalidad. Somos enormemente versátiles y, por eso, nuestro tiempo no puede ser gestionado de manera eficiente. Rompemos los esquemas a cada momento; diversas situaciones nos obligan a ello. Improvisamos soluciones para resolver los conflictos al tiempo de plantearse. Por eso, nuestro tiempo, no  siempre se administra con  rigor. Para que así fuera, tendríamos que conocer, a priori, la forma más idónea de enfrentarnos a las dificultades.

Hay, sin embargo, muchos momentos que pueden ser aprovechados. Se trata de los tiempos de espera. Me refiero a esos periodos en que permanecemos inactivos en salas de espera, terminales de embarque y ante las ventanillas de cualquier organismo. Esos tiempos pueden ser aplicados para pensar sobre cuestiones que necesitamos resolver. Pues, eliminando aquello que realizamos de forma mecánica, el resto de asuntos, requieren reflexión antes de ser abordados.

Pero no todo es tan sencillo y racional. También hay momentos que se pierden definitivamente porque, además de no ser aplicados en actividad alguma, tampoco somos conscientes de vivirlos. Por ejemplo, aquellos que transcurren bajo los efectos de alguna sustancia. A estos perídos los denomino "tiempo muerto". 

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