OPINIóN
Actualizado 18/08/2015
Charo Alonso

Lo que queda de la tierra quemada en Gata y en Galicia y el resto negruzco de la negra crónica de este verano ardiente me ensucian los dedos con los que leo los periódicos en papel? y todo mientras a mi alrededor tiene hordas de niños, de gritos, de crujir de arena y de bondades del verano. Un verano que no es cualquiera, con toda esta sangre derramada y tanta gente mitad disfrutando de la playa, mitad llevándole a la otra la caña con contratos de miseria. Se nos ha puesto el calor demasiado ardiente y el tiempo demasiado frío últimamente.

Se nos ha puesto Grecia a demostrar que no sirve de nada tener buena voluntad y hasta Cuba se rinde al american way of life, que a todos nos gusta eso de vivir bien. Y mientras los toros y la troika embisten, uno se pregunta si la única solución es hacer oídos sordos al papel y dedicarnos a los posados mallorquines, a la cerveza fría, a la terraza llena y a los niños dicharacheros preguntándose si se ha terminado la temporada de piscina. Ellos no saben de muertas ni de periodistas acribillados, ni de chicas con amor al peligro ni de que más cornadas da el hambre y por eso la gente se mete en un barco de papel para llegar a una isla sin remedio. No, este verano tiene un intenso olor a bochorno, a quemazón y a pena, pero no nos amarguemos, está visto que ante la crisis, nos hemos decidido por el viaje, el chiringuito y hasta el derroche? y ante eso, lo único que podemos hacer es quitarnos el sombrero ?tan necesario en este calor de infierno que hemos disfrutado- y tratar de que no llegue septiembre con su factura de libros, carteras, regreso a la vida cotidiana y hasta a los tremendos atascos de realidad?

   A mí que me registren, pero me niego a dejar de lado este verano que tiene como cosa buena eso de andar descalza y cubrirse a duras penas con lo primero que pillas. Un verano de cerveza y de reencuentros, un verano de tiempo aparentemente para todo? nada de estío sangriento ni dolorosas pérdidas, nada de portadas ahítas de rostros que no esperan nada o por eso mismo nos lo cuestionan todo.

Un verano de niños que piden helados y no leen las portadas de la violencia, un verano infantil lleno de esperanzas que, incluso, tiene un final feliz cuando piensan en los amigos y en el olor a plástico nuevo de sus cosas del cole.

Cuánto quisiera aprender de mis niños mientras contemplo las fotos de las fiestas de pueblo sin quitarme de encima este verano sangriento. Decididamente, no debería ser tan consciente y solo, solamente, preguntarme dónde está esa piscina llena, esa despreocupación feliz en el que faltan los rostros de quienes han tenido su último verano. Es, sencillamente, el tiempo de llorarlas. Y las lloro, sí, porque han ardido, porque para ellas no llegará el septiembre de la novedad y del abrigo.

Charo Alonso

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez

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