OPINIóN
Actualizado 16/08/2015
Paco Blanco Prieto

Recordemos con anhelo de resurrección, que entre Alfácar y Víznar no fue posible la esperanza

Pasado mañana se cumplen 79 años de la locura colectiva de un pueblo de cabreros, haciendo imposible la esperanza en la Fuente Grande, donde el encanto, la gracia, el donaire y el duende cayeron rodando por el suelo, en aquel lugar abandonado de temblores y sin límites esclarecidos en los desagües, donde fue horadada la sangre, pespunteando amapolas en el pecho y las sienes perforadas del poeta de los gitanos.

No culpemos al viento del llanto, sino a quienes abuchearon al poeta en el estreno madrileño de Yerma, cuando hubiera bastado un golpe reiterado de la sed para salvar la pena de los negros que esparcieron su dolor en las calles abandonadas del Harlem neoyorquino, mientras el Hudson se emborrachaba con aceite.

El agua de los manantiales pudo disolver el plomo, pero no quiso. Pudo convencer a la tierra removida, y prefirió el sumidero. Pudo alentar la memoria y optó por la fosa común. Pudo salvar arpegios, máscaras y versos, pero consintió el fusilamiento de la inocencia.

Nada fue posible en aquella madrugada ciega, porque las agujas continuaron girando en los relojes, olvidándose la historia de distraer las hojas del calendario y llevar, con puntos de ola, su vida a los libros de texto, mientras los rascacielos derramaban lágrimas de olvido en las fachadas.

Nadie se esforzó por evitarlo, ni siquiera la sombra patrimonial de los gitanos fue capaz de contener la realidad desnuda impuesta por las sombras, cuando el  mundo ancestral del Sacromonte se adelantó unos pasos en el espejo del agua, para no verse desvalido en la patena ondulante del aljibe.

Mirando ahora la Fuente, el agua toca con manos acuosas el polvo que perdura inmóvil bajo los olivos, en un ignorado túmulo irisado de rubíes suplicantes que vieron rodar un cuerpo en el barranco carcomido, mientras la sinrazón desterraba el arco iris a las cloacas.

Fue justo a la fatídica hora marcada por la locura, cuando el roce de los dedos sobre gatillo partió en dos la historia de un pueblo moribundo, entre una algarabía de grillos dispuestos a enfermar setenta y nueve años de insomnio trajeado con luto entumecido.

Ahora son los montes, el olivar y la Fuente, aquellos mismos, el territorio del poeta, pero siguen ciegos desde entonces. Ya no hubo más luna que la inventada por el poeta, aunque él nunca supo nada del milagro, como un pétalo perfumado que ignora quién lo huele.

El agua se hizo sangre y habitó entre nosotros, presagiando coplas en los corredores domésticos y pespunteando, con hilos de azufre, jazmines albaicineros en los orificios transeúntes por donde circulaba el plomo, antes de que todo, en el espacio, se hiciera silencio.

Porque, entre Alfácar y Víznar, no fue posible la esperanza.

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