Nunca se vendió un libro tanto ni tan rápido por todo el mundo, cientos de ediciones, millones de ejemplares vendidos desde enero. En España lleva nueve ediciones en dos meses y sigue? Nunca hasta ahora sucedió nada igual.
No hay explicaciones a la vista para justificar el fenómeno. La autora prácticamente desconocida; tampoco el libro es, me parece a mí, una obra de calidad especial, aunque sólo conozco la traducción; la trama bastante elemental y el estilo sin concesión alguna a nada más allá de la escueta narración de los hechos. Ni una pirueta de nada ni una imagen atrevida ni una expresión sorprendente ni un adjetivo provocador. Nada. Pero lo cierto es que a mí, lector, me pasó lo que a casi todos, según dicen, con este libro: que buscaba cualquier hueco de tiempo para seguir leyendo? hasta llegar al final, que por cierto está previsto desde media novela, pero da igual. Además el libro estaba recomendado por Fernando Rodríguez Lafuente, de toda garantía para mí. Entonces, ¿qué?
Pensaba en todo esto según iba leyendo el texto, a trozos y como pude, a lo largo de cuatro días, recuperando cada vez, no sin dificultad, el hilo de la trama. La crítica suele buscar referencias y parecidos en dos películas de A. Hitchcook, La ventana indiscreta y Alarma en el expreso , así como en los temas y métodos de A. Christie o de Chesterton y sobre todo en la novela Perdida de G. Flynn. La trama del relato gana en complejidad al estar contado a través de los ojos de tres mujeres, con perfiles de rasgos oscuros las tres y las tres de vidas con sorpresa.
Lo cierto es que el arranque del relato tiene fuerza dramática. ¿Quién no se ha fijado desde el tren o desde un autobús en las casas que van pasando, sobre todo si, como sucede tantas veces en el tren al llegar a la zona urbana, se ve la parte trasera y medio secreta de las viviendas? Y es inevitable imaginarse la vida y los secretos que allí se viven cada día. Así arranca el relato con la protagonista observando con minuciosidad los detalles "traseros" de algunas viviendas. En este sentido recuerda al Diablo Cojuelo, levantando por la noche los tejados de Madrid para ver qué pasa en cada casa, y a tantos relatos que han utilizado herramientas parecidas.
Esta mujer, que va y viene en el tren de las 8´04 diariamente sin destino alguno, tiene algunas connotaciones que pueden aplicarse a muchos aspectos de la vida moderna, llena de prisas y de idas sin fin para volver una y otra vez sin haber llegado realmente a nada de valor; es la insoportable levedad del vaivén diario de la vida, vivido con rigor de horario y a sabiendas, a poco que se piense, de que no tiene sentido. Y la protagonista lo sabe pero lo hace un día y otro.
La incapacidad que tiene para valorarse a sí misma y para entender su propia vida la ha llevado a la ruina personal y a la desgracia familiar; o quizás el proceso ha sido el contrario, la ruina de su vida la ha llevado a no entenderla ni valorarla. Por eso se refugia en la botella de vino blanco, en latas de gin tonic o en lo que sea y ya no vive su vida sino trozos de las vidas de otros.
Así las cosas, en el relato nadie es lo que parece ni siquiera visto por la parte de atrás, menos resguardada en principio, desde el tren que pasa. En cada personaje hay oscura trastienda con una vida trastornada y miserable. No hay quien dé más. Sólo se ve alguna ráfaga de humanidad en la mujer que ha acogido en su casa a la protagonista, pero sin matices ni rostro. Es anónima aunque tenga nombre propio. No hay quien dé menos.
Hay en la novela un trastorno casi total del tiempo y del espacio, por eso el lector tiene que estar atento para recomponer itinerarios y procesos. No se puede olvidar que sin tiempo recordado y sin espacio reconocido la persona acaba no sabiendo quién es ni adónde va.
Una de las cosas más duras de la novela es que no existe nada más allá ni más acá ni a los lados ni por arriba ni por debajo de la estrecha y sombría vida de las tres protagonistas y de los tres o cuatro varones que alrededor andan. Ni siquiera existe Londres, aunque creo que hay alguna alusión, pero nunca aparece; ni siquiera hay barrio ni vida social, excepto los escasos bares de turno, ni alusiones a nada más allá del tren y de la calle con las tres casas que interesan. No hay nada ni nadie, es la soledad urbana completada y final. Todo, lo poco que hay, está encerrado en sí mismo.
Por eso mismo en ningún momento hay nada que trascienda la existencia de los pocos seres humanos que desfilan por el relato; no hay nada que no sea ellos mismos y la dosis diario de gozos y quebrantos. No hay más cera que la que arde, ni valores por encima del individuo ni Dios ni dioses por encima de la vida. Encefalograma plano, sin que se eche en falta nada más alto o más hondo por dura que sea vea que es la caída. Ni siquiera alusiones. Nada. Había mucho más en La peste o en El hombre rebelde de A. Camus.
Y muchas más cosas que aquí interrumpo porque es darle sin duda demasiada importancia a una obra que estoy seguro de que no tiene tanta. Aunque ahí está el éxito editorial sin precedentes, para que entre alguna sospecha. Y no he querido hacer alusión a lo que me venía a la cabeza mientras leía pasajes y situaciones del libro, el Sanatorio Berghof de La Montaña Mágica. En todo caso no deja de ser inquietante y esclarecedor lo que decía una escritora en la presentación del libro: "Sin duda cada mujer lectora va encontrando en el texto trozos preocupantes de su propia existencia como mujer". Me sorprende esa visión trágica de la existencia de la mujer entre nosotros. Pero puede ser que en esto esté la clave de las ventas.