Poco antes de morir, de los ciento ochenta chicos que jugaron en sus equipos, John Wooden, el entrenador más laureado del baloncesto universitario norteamericano, conservaba relación con ciento setenta y dos. La mayoría lo llamaban semanalmente para preguntarle por su estado físico deseando, secretamente, poder recibir una nueva enseñanza ?tal vez la última debido a su precaria salud? de quien fuera su maestro para poder , así, transmitírsela a sus hijos. Y, de nuevo, como si no hubiera pasado el tiempo, su viejo entrenador les citaba las mismas palabras que les recitara a modo de sermón en su primer día en la Universidad de California Los Ángeles (UCLA): No mientas, no hagas trampas, no robes; gánate el derecho a estar orgulloso.
Durante su discurso de aceptación para ingresar en el Hall of Fame del baloncesto, Michael Jordan, tras agradecer lo mucho que habían hecho por él sus padres y hermanos, se dirigió a Dean Smith, su entrenador en la Universidad de Carolina del Norte; una auténtica leyenda que falleciera hace escasos meses, un mentor, un guía, mucho más que un entrenador en cualquier caso para todos los que formaron parte del programa de baloncesto en el campus de Chappel Hill.
Las cosas han cambiado, no cabe duda. En 2014, sin ir más lejos, USA Today se hizo eco de los resultados de una encuesta realizada a más de veinte mil deportistas universitarios. Los niveles de confianza en el entrenador afrontaban una caída libre respecto a sondeos anteriores y, curiosamente, las cifras más bajas las reflejaba el baloncesto masculino. Solo uno de cada dos deportistas afirmaba poder confiar en su entrenador. La lectura, sensu contrario, es devastadora. Más aún, cuando en el deporte, como en cualquier ámbito donde todo se resume, en definitiva, a las relaciones humanas, la confianza lo es todo.
Los factores son de todo tipo. Puede que las nuevas generaciones afronten con mayor cinismo y distancia el trato personal y la relación con su entrenador. Sin duda, esto es evidente, la noción de autoridad se ha erosionado y ha dejado de ser un presupuesto de partida para convertirse en un préstamo que los jugadores le conceden al entrenador a cambio de numerosas exigencias. Por otro lado, la gente es mucho más sensible a la crítica de lo que lo era hace veinte años, comentaba Tom Izzo, entrenador de Michigan State, en una entrevista. También las motivaciones han cambiado y, con la llegada de esta modernidad no siempre deseable, también lo han hecho los contextos familiares y los entornos más inmediatos del jugador.
Sin embargo, sin pretender negar la evidencia de todos estos factores, creo que los principales responsables de esta realidad somos los entrenadores. Los entrenadores, cuando no somos modelo ni ejemplo de conducta. Los entrenadores, cuando ponemos por delante agendas personales e intereses cortoplacistas. Los entrenadores, cuando desatendemos el perfil más humano de nuestros jugadores o cuando, por exceso, vulneramos fronteras intraspasables dificultando con ello el desempeño colectivo, que pasa inevitablemente por el mantenimiento del orden, la disciplina y la justicia. Los entrenadores, cuando pensamos que al final de nuestra carrera todo lo que importará serán los títulos acumulados o el porcentaje de victorias y no el número de jugadores sobre los que hemos causado un impacto positivo, a quienes hemos dejado marcados con una huella indeleble y constructiva que siempre recordarán con una sonrisa. Los triunfos son gratos y su búsqueda está en el ADN de la competición. Pero nada como, tras años o décadas, recibir una llamada que empiece: "Ey, ¿qué tal entrenador?"