OPINIóN
Actualizado 10/08/2015
Francisco López Celador

Estamos viviendo una época de enfrentamientos, prisas, ansiedades, envidias y, para unos cuantos, un afán desmedido por la posesión de cuanto contribuya al bienestar personal. Sin embargo, no todo es malo. Tener cubiertas las necesidades esenciales es algo a lo que todo el mundo tiene derecho. De todas formas, a quien sufre penurias resulta difícil consolarle con palabras porque la vida es algo más que eso.

Las personas creyentes, cuando deseamos superar nuestros problemas, invocamos la  ayuda divina. Y, de hecho, dejando de lado lo superfluo, no debemos ser cicateros a la hora de pedir porque Dios no raciona su amor. El verdadero  problema radica en nuestra frágil memoria. En cuanto se nos presenta un problema, por leve que sea, somos muy dados a implorar la ayuda de toda la corte celestial, pidiendo que "nos echen una mano". Y eso es bueno. Demuestra nuestra confianza en el amor de Dios. Lo que sucede después, y aquí todos deberíamos ser sinceros, es que aquello que pedíamos, una vez conseguido, nos olvidamos de agradecerlo. Con lo poco que cuesta decir: gracias, Señor, por haberme escuchado. No es que Dios vaya anotando en su libreta cada una de las veces que nos mostremos desagradecidos, es que agradeciendo los favores ensanchamos nuestro corazón para los demás.

Como algún lector me ha reconvenido por opinar sobre temas relacionados con la extendida corrupción y con la política social de los diferentes partidos políticos, a pesar de mi condición de militar retirado,-cosa harto discutible porque equivaldría a coartar mi libertad de expresión-, en esta ocasión quiero referirme a una vivencia personal, muy reciente, que afecta a mi condición de cristiano creyente.

Durante mis días de veraneo en la bella "tacita de plata", he tenido la mala suerte de sufrir un grave incidente cardiaco que, de alguna forma, puso en riesgo mi vida durante unos días. En ningún momento perdí la consciencia y siempre fui puntualmente informado de la gravedad de mi situación.

En la soledad de la UCI estuve muchos momentos frente a frente con Dios. Sin miedo y con sinceridad. Sabía que estaba en sus manos y, sin reservas, quise hablar con Él. No era mucho lo que tenía que decirle porque me conoce muy bien.

También sabía que dispondría para mí lo más conveniente. Únicamente me quedaba pedirle perdón por tantas veces como le he fallado y, también, que siguiera cuidando de los míos, en lo terrenal pero, muy especialmente, en lo espiritual. Si es posible, que no se aparten de su Verdad.

El Señor me escuchó y me tomo la libertad de comentarlo  con vosotros. No me guía ningún afán de sermón ?que no es lo mío-, sólo deciros que quiero agradecerle a Dios, una vez más, haber escuchado a este pobre pecador que no merece tanto amor de su parte. Gracias, Señor.

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