OPINIóN
Actualizado 10/08/2015
Antonio Matilla

Ayer me encontré con un grupo de jóvenes extranjeros cansados de ver piedras. Algo similar nos debe pasar a los salmantinos de nación o de adopción que, acostumbrados a ver piedras ilustres sólo nos fijamos en ellas en alguna madrugada fresca de verano paseada por calles peatonales a primera hora de la mañana cuando parecen un circuito de Fórmula 1 del reparto apresurado no sea que nos llegue la hora y la multa. Al atardecer, después de una tormenta suave, también lucen y brillan con irisaciones y matices siempre nuevos. Pero hay que fabricarse un poco de calma para percibirlos.

Mucho más cuesta caer en la cuenta del arte de vivir que practican esforzadamente algunos de nuestros artistas callejeros. Es posible que no ganen ningún premio académico tal vez porque no tengamos la calma suficiente para escuchar la vida, la tragedia, la emoción, la desesperación, la exaltación, el hastío, la desorientación, la maraña intrincada de sentimientos y vivencias que expresan.

Hay que pararse un poco y ganar el tiempo compartiéndolo con ellos. Así, el arte que practican se abre a nuestra contemplación con el riesgo de poder entenderlo, al menos en parte: ahí está una libertad aherrojada en círculos férreos de los que el espíritu intenta escapar para entrar en órbita pero sigue lastrado por la atracción fatal sin posibilidad aparente de trascendencia, aunque anhelante de bendición y de libertad recuperable a plazo.

En otra esquina el color intenta bullir en sectores apresados por trazos contundentes, obsesivamente repetidos de manera siempre diferente y siempre única, cada vez más estilizados, como si un pegamento químico les impidiese salir del papel o de la portada del cuaderno, del mismo modo que las sinapsis neuronales intentan recuperar la libertad de imaginación y de vuelo, lastradas por sustancias extrañas que siguen impidiéndoselo. Lucha por la libertad reconquistada palmo a palmo y siempre en riesgo.

De lejos nos llega una música que puede ser bella pero suena un tanto desajustada;  no puede ser de otra manera, desafinada como está el alma que la emite por el fracaso amoroso y afectivo que ha traído la ruina a su salud espiritual y física. Una entrega total, traicionada, sigue esperando correspondencia más acá y más allá del horizonte de la muerte. Y mientras tanto, la alegría de compartir y de ayudar.

Estas son algunas de mis percepciones del arte callejero salmantino. Naturalmente tienen cara y ojos. Y nombre propio respetable y, por ello, oculto.

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