Cuando el amor llama a la puerta, la felicidad aromatiza las lágrimas.
En el mes agosteño de calores, amores, olores y colores, detenemos el paso ante la pupila enamorada que deja correr lágrimas de felicidad en cálidos atardeceres, premonición del "verano del 42" que muchos disfrutan, con el mismo anhelo que nosotros lo recibimos cuando despertábamos asombrados al primer beso.
Lágrimas dichosas de cristalina alegría y transparencia inquieta, con olor a palpitaciones agitadas por la sangre joven que altera el rumbo de la vida siguiendo el rastro que en el aire deja aromas furtivas del primer amor, como paso previo a olores posteriores de inolvidables lágrimas felices.
Porque huelen a hierba recién cortada las lágrimas, cuando los trinos ponen notas musicales acompañando el amor estival renaciente, sin esperar más fortuna que dormir en el campo reposando juntos la cabeza.
Huelen a azahar las felices lágrimas de la novia que anilla su dedo con vocación de eternidad al amante enamorado, uniéndose ambos sin otra pretensión que mutualizarse en la felicidad perpetua.
Huelen a guayaba las lágrimas de quien pasea el alma por renglones de páginas afortunadas, gozando párrafos trenzados con frases dulcemente labradas en surcos de amor, en medio de la complaciente soledad.
Huelen a manantial de esperanza cristalizada las lágrimas vertidas en andenes de las estaciones cuando los altavoces anuncian la llegada del tren donde viene hasta nosotros la persona amada.
Huelen a jazmín las lágrimas de la madre que recibe al hijo por primera vez entre sus brazos, uniendo para siempre los llantos del recién nacido al sacrificio materno, para que el llanto del pequeño sea de felicidad.