OPINIóN
Actualizado 05/08/2015
Manuel Alcántara

Los productos de la tierra, el vino del país, el menú degustación, las delicias locales, constituyen un conjunto de expresiones bien conocidas. Son un componente estructural de lo castizo, un conjuro provocador de orgullo, un dispositivo que dispara la memoria al olor de la fragancia de las manidas magdalenas proustianas para retrotraernos a esa patria que es la infancia. Como el lechazo de aquel pueblo ninguno, y donde pongo lechazo ponga el lector el término que desee. La relación con la gastronomía es un componente fundamental de toda cultura y como tal es un intangible. Su subjetividad es muy elevada, pero, a la vez, la adecuación objetiva a estilos de vida que con llevan valores es una evidencia incuestionable.

En Perú, un país en el que se dice que hay más de dos mil variedades de papas, la comida alcanza un paroxismo superior al de muchos otros lugares. La combinación del riquísimo y heterogéneo pasado prehispánico, el impacto de tres siglos de intensa vida colonial de uno de los grandes centros americanos de poder social, económico y político, el desarrollo criollo, junto con la influencia asiática, por las migraciones de chinos, japoneses y coreanos comenzadas a finales del siglo XIX, produce una fusión de indudable valía.

Pero no se trata solo del legado porque la innovación viene a ser una de las lanzas que abre diariamente el camino de un potencial que parece no tener límite.

Este estado de cosas confluye tras casi tres lustros de notable crecimiento económico y estabilidad política para que la comida sea un insólito prodigio de integración (y orgullo) nacional así como un natural instrumento de generación de puestos de trabajo, fortuna empresarial y proyección de ese término hoy tan en boga de la marca país. Como observador de este proceso y recordando mis idas hace cuarenta años a aquel entrañable y entonces único restaurante peruano, El Inca, en la madrileña calle Gravina, pienso cómo este fenómeno adquiere naturaleza política y contribuye a dar cohesión a una identidad nacional maltrecha durante décadas. Si en algo no hay disputa entre peruanos es en el cierre de filas en torno al ají de gallina, al lomo saltado, a la causa, al anticucho, a las papas a la huancaína, al ceviche, a los suspiros limeña, a la chicha? Una asombrosa construcción identitaria, donde el tipismo actualizado es reivindicado, que los politólogos ignoramos aunque degustamos.

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