Era mayor, muy mayor, por los noventa; por ahí andaría Amparo. Vivía sola, no conozco su historia pero dicen que tenía poca instrucción. Su vida estuvo suavemente flagelada por la mediocridad. Según parece, apenas hizo nada relevante, dicen. No se la conoce varón ni que fuera protagonista de alguna historia visible socialmente. Prácticamente vivió en la penumbra casi toda su vida.
Vivimos cerquita suyo y su oficio más conocido era asomarse a la puerta de doble abertura, a mirar. Saludaba siempre con un moín, apenas farfullaba, no hablaba y si respondía lo hacía con infinita tibieza. ¡Buenos días, Amparo!. A pesar de su mudez, sabíamos que le encantaba vernos, lo decía su semblante o nuestra imaginación.
Detrás de Amparo asomada perenne a la puerta de doble hoja, hay una casa. Aquella casa es siempre un misterio. Yo siempre pensaba: "¿qué misterioso contenido abrigará esa casa?. Siempre imaginé allí alguna truculenta leyenda incapaz de descifrar. En realidad Amparo era una mujer indescifrable. Una nebulosa, como un fantasma a veces. Siempre allí, asomada a la puerta de doble hoja, mirando pasar todo: el tiempo, las verbenas, los ayuntamientos, las peñas del jolgorio de los Corpus, los amantes, los niños, los inviernos, los desordenes veraniegos que vivaquean en gayumbos las madrugadas. Amparo, desde su misteriosa soledad, atendió en su humilde simplicidad dictaduras, crisis y democracias. Y la rutina de un reloj dormido en una amable desidia.
Pasó su juventud esperando y le invadió la vejez sibilinamente. Y Amparo permaneció recluida en su misterio?esperando, tal que la Penélope de Serrat, viendo pasar trenes?
Ayer volvimos al pueblo, como todos, y la puerta de doble hoja estaba cerrada con dureza, como si detrás se presintiera una gran tranca. Pregunté: "¿y Amparo?". Me contestaron: "se murió hace una semana".
Y así fue como quedaron para siempre anclados en la memoria dos misterios: el suyo y el mío. ¡Buenos días, Amparo!.