Thomas Merton


OPINIóN
Actualizado 03/08/2015
Sagrario Rollán

Dos centenarios, dos siglos convulsos, dos símbolos para decir el viaje espiritual de dos grandes maestros en épocas de descreimiento y contradicciones,  dos caminos personales de vida interior, narrados por obediencia y por necesidad, que se convierten en ejemplares para generaciones sucesivas; dos autobiografías, traducidas universalmente, que han sido abecedario espiritual para muchos discípulos. Me refiero, naturalmente a Las Moradas del  Castillo Interior (1577), de Teresa de Jesús, y al, probablemente menos conocido, en nuestro ámbito castellano,  La Montaña de los siete círculos  (1947)  de Thomas Merton.

Ambos relatan y describen,  bajo formas simbólicas la extraordinaria trayectoria espiritual que se han atrevido a vivir, al tiempo que, como un caleidoscopio, reflejan los avatares de dos siglos (XVI, XX) alejados en el tiempo, pero cercanos en las inquietudes y angustias que los sacuden. Al igual que Teresa, después de una juventud disipada, Merton se hace cargo de este viaje interior, que  desde el sur de Francia a Estados Unidos le centrará finalmente en la abadía de Getsemaní en Kentucky.

Podemos imaginar el Castillo del que nos habla Teresa, situado en lo alto de una magnífica Montaña,  de difícil acceso, espléndida en su altura, diversa en los círculos de nubes que la rodean y la abrazan, en los vericuetos, sendas y atajos que  invitan a la vez que  dificultan su escalada. Tanto la montaña como el castillo, irán en algún lugar surcados de fuentes y riachuelos, que darán vida a la frondosidad que allí se asiente, en bosques o jardines, de modo que el agua es insustituible para completar y vivificar este viaje existencial alentado por el espíritu. A través de imágenes varias de la naturaleza y el paisaje, dibujan así los dos escritores toda una geografía interior o mística, que se va construyendo como madurez personal y como proceso espiritual. En otras tradiciones, como el sufismo, el judaísmo o el zen se perfilan recorridos semejantes, la originalidad de Teresa y de Merton reside en su modo personal de estampar la catolicidad (o universalidad) de tales símbolos, y la independencia y frescura de su verbo que nos empuja más allá de las convenciones establecidas.

Las moradas constituye un símbolo de interioridad, por el que la autora se va reconociendo en los diversos aposentos o capas psíquicas y espirituales en la comprensión y explicación de su descubrimiento de Dios  y por ende del conocimiento de  sí misma. La Montaña de los siete  círculos es la fascinante autobiografía que en una época de desengaños y crisis de las grandes utopías de salvación del mundo occidental, atraerá a miles de jóvenes al monacato. Llaman la atención algunas coincidencias biográficas de estos dos grandes contemplativos en la acción, que parecen hermanarlos sobre la distancia de los siglos:

Por ejemplo la orfandad temprana, ambos pierden a la madre siendo niños, el ambiente familiar culto y diverso, en el que se respira un vida imaginativa intensa, como el gusto por los libros de caballerías en el caso de Teresa, la pintura y el dibujo en el caso de Merton. La enfermedad, debida a los excesos en Merton, y a cierta fragilidad en Teresa que la acompañará toda su vida, así como la vida regalada que ésta encuentra en los conventos, y el despilfarro moral y vital de un joven sin padres que se puede permitir casi todos los lujos en su etapa universitaria, son otros tantos paralelismos.

En la España del siglo XVI, y en la América de la primera mitad del siglo XX, ambos viajan con  frecuencia inhabitual, Teresa por España y Merton por el mundo. Desde la España imperial, los escritos de Teresa viajan aun más rápidamente a  la Europa de esa modernidad  incipiente, sacudida por la diversidad de ideas, la novedad de los avances científicos, el descubrimiento de América;  una época de grandes dudas, que ha salido a tientas del cobijo medieval,   donde la autoridad religiosa ya no es absoluta, ni argumento válido,  y el entredicho de las nuevas ideas, sospechosas de luteranismo, predispone a un estado de alerta frente a la terrible Inquisición,  que se trasluce en sus escritos.

Por su parte Merton vive  la gran crisis de mitad del siglo XX, donde después de las dos grandes guerras y en la tensión creciente de la guerra fría, el mundo se abre también a otras culturas y otras creencias religiosas, pero donde el signo de los tiempos es sobre todo el ateísmo y el descreimiento. Así no es de extrañar que el viaje marque para ambos el horizonte de búsqueda que propicia la inseguridad del siglo, mientras que,  por otro lado,  en medio de esa búsqueda, se erijan símbolos de permanencia, fortaleza y seguridad, como son la montaña y el castillo.

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