OPINIóN
Actualizado 02/08/2015
Raúl Vacas

Sonó el disparo de salida. La multitud volvió a aplaudir y alborotó la grada. Nunca unos juegos albergaron tanta expectación. Era la prueba estrella. La lucha por el oro. El sueño eterno.

Todos llegaron apretados al final pero el representante de Guinea fue el primero. Para el segundo y tercer puesto fue preciso consultar la foto finish. Ambos cruzaron a la vez, en un suspiro, en un cerrar de ojos, como si el tiempo hubiera revelado su fracción más débil. Como si el mundo, de repente, se parara en el instante exacto, ajeno a la importancia de las horas, los minutos, los segundos, ajeno a la certeza y al esfuerzo último.

Guinea, Mozambique, Etiopía, Zaire, Uganda, Senegal, Marruecos, Mauritania, todos al límite del cuerpo y del latido. Un singular mosaico de rivales cruzando al otro lado de la meta y en busca de las huellas del silencio.

No es un criterio fácil decidir el triunfo o el olvido, insinuó el más joven de los jueces. Es una decisión difícil, afirmó otro juez. Habrá que recurrir al albedrío, dijo el más firme de todos.

De todos los atletas, sin lugar a dudas, el atleta de Guinea fue el más aplaudido. Un huracán de rabia contenida. Un proyectil de humo y fuego eterno. Todo un recordman de la muerte.

Hasta los jueces compararon sus cronómetros para certificar el tiempo exacto. Y todo el público se puso en pie cuando la marca de aquel héroe se encendió en el videomarcador y disparó el destello. Plusmarca olímpica, dijeron. Nunca un atleta se acercó tan rápido a la estela de la luz. Nunca nadie cruzó tan rápido el umbral de la muerte.

Después se hizo un minuto de silencio y se pasó a la ceremonia. Apenas hubo protocolo. Primero colocaron la medalla al tercer hombre, pero la ofrenda no fue fácil. Los miembros del cortejo se alarmaron cuando hubo que mover al muerto y separar sus brazos para colgarle el bronce. Los otros dos metales descansaron en las manos de los campeones, cruzadas sobre el pecho. Luego sonaron himnos nacionales y ráfagas de flash y vítores de aliento. Y el pebetero, aquella tarde, ardió más alto. Y los heraldos de la muerte se mecían silenciosos, como si nada hubiera acontecido.

 

(A los que día a día compiten, olvidados, en el sueño de vivir)

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