Hay dos formas para arrogarse el derecho sobre la tierra. La primera, permite acceder a la propiedad a través fórmulas lícitas, tipificadas en el ordenamiento de cada estado, es decir, comprándola a precio de mercado. La otra, mediante la fuerza, que no tiene que ser, necesariamente, por la vía de las armas.
Pero la tierra, aun teniendo el valor que representa como bien patrimonial tiene, además, otros significados, difíciles de entender por quienes solo la utilizan como objeto de especulación.
Con excesiva frecuencia nos olvidamos de lo más importante. Omitimos a quienes la trabajaron para alimentar a sus vástagos; para sacarlos adelante. Esas personas, nacieron y murieron sobre ella con suficiente dignidad. Hoy, en esa misma tierra, quedan enterrados miles de sueños, junto al sufrimiento de las madres, por el incierto éxodo que emprenden sus hijos.
Aquellos que dejan su país para encontrar mejores condiciones de vida en otros lugares, descubren, al poco tiempo de partir, una enorme herida. El desarraigo ha provocado en sus corazones una añoranza imposible de eliminar con sus sueños de progreso.
La tierra que ha quedado atrás guarda, misteriosamente, lo más preciado que tenían. Principalmente, los recuerdos de la infancia y, sobre todo, la madre envejecida, preocupada por unos hijos que, quizás, no vuelva a ver. Es enorme el dolor de esas madres en permanente espera.
El terreno baldío, abandonado a su suerte; la tierra que trabajaron los abuelos, la misma que hoy queda sobre el yermo olvidada por falta de recursos para ser explotada, es la que, seguramente mañana, será comprada a precio de saldo por alguna empresa. Sus antiguos dueños deambulan por otros territorios buscando nuevas formas de subsistencia.
Casi todos entendemos que la tierra ha de ser repartida en proporción justa para hacerla rentable. Y, una forma de resolver el problema de la inmigración, pasaría por dotar de medios a quienes están dispuestos a trabajarla, en sus propios territorios. Pero faltan estructuras, formación y recursos para vivir el día a día con suficiente seguridad. Además, a Occidente tambien le falta solidaridad y le sobran toneladas de egoísmo.
Así, aquellos que arriesgan hoy sus vidas en precarias embarcaciones, encontrarían en su propio país formas dignas para ganarse la vida. Pero los desordenes sociales y las guerras les expulsan cruelmente de su propia casa.
El gran peligro que hoy azota a la humanidad, se esconde en núcleo del propio progreso. En la forma en que las grandes empresas obtienen sus beneficios, y el destino que fijan para los mismos. Hay un coste social y otro ecológico que no se satisfacen.
Cada vez avanzamos más deprisa hacia ninguna parte. El nivel de consumo que hoy mantenemos no podrá sostenerse durante mucho tiempo. Son globales los sacrificios pero, la riqueza que generan, se administra de forma arbitraria; no llega a las capas sociales más deprimidas.
Los beneficios no dejan de crecer y, la riqueza que generan, es gestionada por grupos cada vez más reducidos. Pongamos atención en este punto. No es conveniente desviar de forma tan escandalosa el fiel de la balanza. Porque llegará un día en que, los más desfavorecidos, reclamarán violentamente lo que por justicia les corresponde. Así empizan los conflictos sociales.