OPINIóN
Actualizado 30/07/2015
Luis Frayle Delgado

Este verano tórrido y largo ha abrasado los campos salmantinos. Las besanas, tierra labrantía de esta vieja meseta castellana, doradas sus cosechas por el sol de justicia que se desploma un día y otro sobre las espaldas ondulantes de sus colinas, tienen hoy el color desvaído de la paja seca y de la ceniza blanca. Sólo los campos de girasoles nos recuerdan que la árida tierra, y sin embargo nutricia, conserva la vida y la hace florecer en el mismo fuego del estío. Cuando me dirijo a mi refugio del monte veo los polígonos irregulares de girasoles que amarillean al lado de la carretera. Y ya se ha abierto también la flor de la  semilla que plante en mi huerto. Una corona de pétalos amarillos que custodia en el centro de la gran flor el corazón lleno de fruto. El girasol busca los rayos del sol naciente y lo persigue cuando huye al crepúsculo por el poniente. Se yergue sobre un verde pedestal alto y fuerte, adornado de grandes hojas irrepetibles. El mirador provinciano en esta tarde estival, calurosa, cuando una ligera brisa agita la cabellera de las encinas y suaviza la atmósfera sofocante, trayendo la paz al espíritu, quisiera olvidarse de todo y contemplar extasiado la hermosa, grande, amarilla flor del girasol. Esta maravilla de la naturaleza que pone una nota de sublime belleza en la fealdad del mundo que nos rodea.

                                                               El Refugio-Salamanca, 28 de julio, 2015

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