OPINIóN
Actualizado 26/07/2015
Paco Blanco Prieto

Solo quienes vagabundean por las rumorosas callejuelas salmantinas pueden hechizar su voluntad para volver a ella.

Lo voy a decir sin reparos, de frente y por derecho: Salamanca es una ciudad hecha para pasear, por mucho que la prisa urbana y los vehículos impulsados por motores de cuatro tiempos se empeñen en demostrar lo contrario. Caminar por Salamanca es como pasear por las arterias de un museo al aire libre. Deambular por las solitarias rúas y plazuelas salmantinas es un privilegio inestimable, no bien disfrutado por aquellos que olvidan el pálido recogimiento de la luz en los chaflanes. Esto hace que algunos no hayan gozado todavía del vagabundeo ocioso entre casonas, palacios, fachadas, blasones, templos y empinaduras, cortejadas por melancólicas farolas de mortecina candela.

Este no es el caso de los turistas que cumplen el hechizo de volver que presagió un gran aventurero a todos los que gustan de la apacible vivienda salmantina, ascendiendo desde la puerta del río a lomos de callejuelas empedradas hasta el viejo espacio monumental, remanso de confidencias, para ser acunados por el lento goteo del tiempo en el corazón de la piedra.

Hay mucho que compartir en esa isla de paz por los jóvenes enamorados, visitantes anónimos y jubilosos jubilados, que intercambian tímidamente las miradas al cruzar sus pasos por las solitarias rondas que circundan el perímetro inimitable de nuestro recinto universitario. Cobijo de paz, jalonado de vítores y picaresca; entre ropavejeros, nodrizas, libreros, pupilos, cortesanas y prestamistas, recreando la centenaria tarea machadiana de caminar dialogando junto al otro que llevamos siempre al costado.

Presumid de tal desprendimiento vital, administrando cautelosamente este generoso legado de callejas y recodos para reconfortar el espíritu y ahuyentan los malos pensamientos. Recostaros en el silencio para alcanzar modestos nirvanas urbanos impensables en otras latitudes, sin necesidad de perderos por legendarios parajes, ni participar en cursillos de relajación mental. Abandonaros entre las semioscuras callejuelas nocturnas de este rincón, como mejor manera de encontraros con el milagro de los cinceles en el tapiz pétreo que franquea la entrada al templo plateresco de la sabiduría, de donde fue expulsada la ignorancia hace sesenta y nueve años por el sumo sacerdote. 

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