OPINIóN
Actualizado 24/07/2015
Eutimio Cuesta

Mi amigo Alejandro aprendió el oficio de pastor desde los nueve años. Su padre lo llevaba consigo los veranos para que no se aburriera. El día de san Pedro, habían cerrado la escuela por vacaciones. No sabía de casas, él, desde chico, había vivido en chozos y correteado por majadas. Desconocía la palabra: propiedad. Él disfrutaba de la naturaleza, del agua, del aire  cierzo, de la brisa que enternece y del entorno de las cosas, que él disfrutaba a sus anchas, pero que no eran suyas. Alejandro nunca tuvo nada, nunca fue poseedor de nada, pero no le faltó de nada.  Lo suyo era el usufructo que había heredado, sin papeles, de la madre naturaleza. No tenía donde caerse muerto pero se sentía feliz; en cambio, nuestro amigo Lorenzo, sí tenía casa. La había construido con los ahorros que trajo de Francia, pues Lorenzo fue emigrante desde muy joven. Lorenzo había aprendido, porque se lo dijo el secretario del pueblo, a ser propietario, a disfrutar de un bien que se había labrado con mucho esfuerzo y con enorme sacrificio.

Un día le llegó una carta de la hacienda, en la que se le indicaba que tenía que pagar un impuesto por ser propietario de una vivienda. Por ser dueño absoluto de un bien, debía  contribuir al bien común. Con gusto o con disgusto lo hacía todos los años. Digo lo del gusto o disgusto, porque nunca le pregunté por su intención.

Lorenzo es el padre de Eusebio, un muchacho que hizo estudios y llegó a conseguir un trabajo y esposa. Se instaló en un pueblo de los alrededores de Madrid, y concertó con su mujer comprar un piso. Apenas contaban con ahorros, y su padre, los cuatro cuartos que tenía, los había empleado en levantarse la casa del pueblo. Y se dejaron llevar de las ofertas y de las facilidades de los bancos, y se metieron en la zozobra de un crédito. Todo iba bien en principio: trabajaban los dos: un sueldo para amortizar el préstamo y el otro, para comer y demás gastos.

Actualmente, están hipotecados. No son dueños de su vivienda, no pueden disponer del bien, sin restricciones, hasta que no salden la deuda. Entonces, ¿de quién es la casa? ¿Por qué el banco te manda a la calle, si no pagas?, ¿quizás porque el verdadero amo del inmueble sea el propio banco? ¿Y Si el banco es el propietario absoluto, por qué no paga el IBI? Y si dice que no es el dueño, ¿por qué nos desahucia y se les ampara?

Mi pregunta es muy ingenua, No sé de leyes, sólo me guio por la lógica. La justicia debe ser otra ciencia, que, posiblemente, se fundamente en silogismos juiciosos, de esos argumentos que yo defino como ergos de la ética;  por eso, me animo y reclamo la última palabra a los jueces.

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