De la novela "El descanso de Sertorio", J. J. Muñoz. Ed. Libros en Red. Buenos Aires
Pero ni Tarentino ni Casiopea se encontraban en disposición de oír pasos, aunque hubieran sido los una manada de elefantes. El leñador estaba de pie, las rodillas apoyadas en el borde del tálamo, y con el rostro casi oculto en el velludo coño de Casiopea. Ésta, cabeza abajo, se recostaba en el lecho sobre los codos. Mientras el muchacho hozaba rezongante en el carnoso conejo de la hetaira, daba también gusto a las manos estrujándole las nalgas. Sus anchas manos trataban de abarcar la superficie completa de los glúteos y, de vez en cuando, con un dedo humedecido le cosquilleaba el orificio. Tenía que recurrir a su reciedumbre física para no caer hacia atrás cuando recibía alguna de las acometidas de Casiopea, quien desde esa acrobática posición investigaba las posibilidades de trabajar con la boca la estaca de su amante. Y fue precisamente en un movimiento de tanteo de la cabeza entre las piernas de Tarentino, cuando divisó al fondo, parado al lado de la puerta, a su viejo protector.
?¡Sentino, qué haces tú aquí? ?gritó Casiopea.
Fue tal el susto de Tarentino que se le cortó de golpe la erección y estuvo en un tris de soltar a la hembra, a la que sujetaba con las corvas apoyadas sobre sus hombros. Lo curioso es que el tono de ella había sonado más a reproche que a curiosidad, como si el dueño de la casa no tuviera derecho a entrar y salir siempre que le diese la gana.
Cuando el leñador recobró el valor suficiente, volvió la cabeza para cerciorarse de que allí se hallaba Sentino, rígido como una lanza, con los ojos muy abiertos y el labio inferior caído. Intentó musitar una disculpa, pero le parecía estúpido ante lo evidente de la situación. Le había cogido trajinándose a su favorita, en plena faena... ¡y qué faena!