OPINIóN
Actualizado 19/07/2015
Raúl Vacas

La encina (en terminología botánica Quercus ilex) es, tal vez, uno de los árboles más admirables, no sólo por su longevidad sino por su belleza. Florece de abril a mayo y reparte sus frutos de octubre a noviembre.

Pasear entre encinas viejas es como asistir a una reunión de animales prehistóricos o mitológicos. Las formas retorcidas de sus ramas; el diámetro de sus troncos; la dimensión oculta de sus raíces; su corteza cenicienta y las señales que en su dura madera han dejado el paso del tiempo, las motosierras e incluso algunos rayos, avivan en la imaginación cientos de historias.

Plantar una encina es posiblemente el mayor acto de generosidad con los hijos y los nietos por nacer, y el mejor modo de sembrar en el presente la palabra futuro.

Cuántos de nosotros no habremos jugado a colocarnos en los dedos los cascabillos (o cascabuyos) de las bellotas. Cuántos pastores no habrán dormido bajo sus extensas sombras. Cuántos niños no habremos seguido el rastro de las hormigas hasta lo más alto de sus copas. Y cuántas noches de invierno no habremos agradecido a la encina el calor de nuestras casas.

De un pueblo llamando La Encina era el notable alumno de Nebrija, Juan del Enzina, músico, poeta y dramaturgo que dispensó su arte a reyes y papas y hoy da nombre a un teatro de Salamanca.

La Encina fue también el nombre de un sínodo, calificado de herético por Roma, que congregó a cuarenta y cinco obispos cerca de Calcedonia. Y Encinas es el apellido de un conocido músico y guitarrista salmantino.

Pero tal vez el mejor homenaje que podemos rendir a este árbol es con palabras de Claudio Rodríguez: "La encina, que conserva más un rayo / de sol que todo un mes de primavera, / no siente lo espontáneo de su sombra, / la sencillez del crecimiento, / apenas si conoce el terreno en que ha brotado."

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