OPINIóN
Actualizado 12/07/2015
Paco Blanco Prieto

La envidia hunde al envidioso en la miseria de su vida sin obtener algo a cambio.

El padre Astete definía en su catecismo la envidia como "un pesar por el bien ajeno"; su hermano jesuita Ripalda cambió el pesar por aflicción, diciendo que la envidia era "tristeza del bien ajeno"; y, finalmente, los académicos que limpian, fijan y dan esplendor a la lengua, han resuelto las diferencias entre los de San Ignacio, incluyendo las dos actitudes, definiendo la envidia como "tristeza o pesar del bien ajeno".

¡Qué lástima!, ¿no? Pesar y pena da que un ser humano lleve tan plúmbea carga sobre los hombros del alma, portando entristecido el ánimo porque al vecino le vaya bien en la vida, pero más penoso es que en el reparto de los vicios capitales que hizo Salvador de Madariaga, a los españoles nos tocara precisamente la envidia.

Pecado destructivo, improductivo y punitivo donde los haya, porque corroe el alma, no produce beneficio alguno y castiga con dolor a quien sufre tan detestable síndrome, porque aleja a los sufrientes de la felicidad, les roba la alegría y nutre su amargura.

Comprendo al codicioso que ambiciona lo que pertenece a otros. Acepto resignado al lujurioso que tiene un falo por cerebro. Convivo con el perezoso que no mueve siquiera los párpados. El exceso del comilón no me perturba. Tolero resignado la furia transitoria del iracundo. Soporto al soberbio que espanta la nobleza del orgullo. Pero no entiendo al envidioso que hunde su vida en la miseria sin beneficio alguno.

La envidia en el pecado más inconfesable porque denigra la condición humana, aunque algunos afirmen tener "envidia sana" de alguien, como si la podredumbre que ese pecado contiene pudiera sanear la ruindad de quien se encuentra poseído por la envidia.

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