Marc Gasol acaba de firmar con la franquicia de los Memphis Grizzlies un contrato de cien millones de dólares por los próximos cinco años. No se alarmen, ni siquiera se acerca a los ciento cuarenta y cinco millones que ha firmado Anthony Davis con los New Orleans Pelicans, también por un lustro, o a los doscientos millones que espera poder cobrar Lebron James, por idéntico período de tiempo, dentro de un par de años. Sergio Ramos quiere renovar con el Real Madrid, o eso parece, pero no sin ver aumentado su salario, no sin ajustarse con ello a un estatus por el que ha luchado durante años y que tal vez pueda merecer. Los vestuarios de fútbol, o de la NBA, (o la parrilla de la Fórmula 1 o las motos, o las plantillas de cualquier otra gran liga con repercusión global) son el mejor ejemplo de esa sociedad de clases que, surgida de las revoluciones liberales-burguesas, vino a sustituir a la sociedad estamental. Tanto cobras, tanto vales.
Ni Burgos ni Ourense, equipos que se han ganado el derecho a ascender en la cancha, podrán ejecutar tal prerrogativa y jugar en ACB. Han sido incapaces de asumir el canon de entrada, una cantidad de seis millones que la liga exige como garantía de viabilidad. Los bancos, que antes regalaban el dinero a jóvenes sin estudios, ahora desahuciados, para que se compraran coche, casa y chalé en la costa, ahora se lo piensan dos veces antes de financiar un proyecto humilde. Los sueños, en algunas capitales de provincia, valen seis millones de euros, un tercio de lo que ganarán Marc Gasol o Sergio Ramos en un año. Y mucho más modestos aún son los de atletas, gimnastas, nadadores, patinadores y muchos otros seres anónimos a los que dentro de un año animaremos en Río. No hay dinero para ellos. No emocionan, no arrastran público, no mueven guita, no merecen nada. Que hubieran jugado al fútbol (y que hubieran nacido varones).
En esta sociedad que mira a Grecia con pavor, que aparta el foco, a sabiendas, de contextos aún más extremos, que da limosna a investigadores, científicos, médicos o profesores, (por poner solo algunos ejemplos de profesionales tan mal pagados como imprescindibles para el funcionamiento de un estado) que desconoce lo que se teje y desteje tras el telón de los movimientos interbancarios, las manipulaciones mediáticas o la especulación financiera; el deporte de élite se ha erigido en una nueva burbuja que crece imparable hacia su implosión. Dicen los que avalan el manejo de números tan grandes, que el negocio de las grandes ligas repercute en sus protagonistas solo una modesta parte de lo que ellos mismos generan. Bueno, de la riqueza que generan y también de aquella otra que se mueve en esa especie de limbo donde habitan pagarés, créditos, comisiones, avales y demás formas de dinero fiduciario. Bastará con que recuperemos por un instante la lucidez y la razón para que dejemos de ser tan estúpidos y pongamos freno a negocios tan mezquinos y alejados de la realidad social.
Todos somos culpables de esta sobredimensión absurda e irracional del deporte profesional. Todos, cuando tras no prestar atención a los problemas geopolíticos del planeta, a hambrunas, cambios climáticos o conflictos bélicos, acercamos la silla al televisor para ver el vodevil en que se han convertido algunos noticiarios deportivos. Todos al comprar camisetas, zapatillas y gorras o al pagar cuotas desmesuradas para poder ver en directo a estos héroes de cartón, mientras en la cara oculta de nuestro mundo, especialistas en hacer de él un lugar más habitable y justo, más eficiente y agradable, pasan inadvertidos a nuestros ojos cobrando cantidades ridículas por comparación, aunque seguro que suficientes para su manera de entender la vida. No hay duda, nos hemos equivocado de ídolos.