OPINIóN
Actualizado 03/07/2015
Montse Villar

Un cuento que escribí para una sobrina a la que adoro y a la que le gusta inventar historias. Espero que todos los niños llenen su descanso escolar con la magia de los libros.

En un lugar muy lejano y desconocido para nosotros, donde siempre era primavera y los niños jugaban en la calle con una varita mágica cambiando el aspecto físico de las cosas, vivía una sonriente y guapísima niña que se llamaba Helena.

Ella también poseía su varita mágica, pero a diferencia de los demás niños la utilizaba, no para cambiar el aspecto físico de las cosas, sino para cambiar, podríamos decir, su nombre. Me explico: Helena había descubierto que le gustaba inventar historias y, en un país en que no era costumbre escribir y contar leyendas, a ella le apetecía, no se sabe por qué extraña razón, escribir y escribir sin parar.

Para ello, en un país en que no había muchos lápices ni papel, porque nadie lo necesitaba, ella había hecho que el palo de su propia varita se convirtiera en un lápiz afilado que nunca se gastaba y que una de las cortinas de su casa, cuando ella lo necesitaba, se convirtiera en una especie de cuaderno que se enrollaba y desenrollaba y sobre el que ella escribía.

A veces sus amigos no entendían por qué no salía con ellos continuamente a jugar, a convertir a los sapos en pájaros o a las flores en grandes árboles para que reconocieran la primera luz del sol. La verdad es que les resultaba extraño entender que Helena prefiriera quedarse en la sombra de su habitación, ¿qué podía hacer allí?

Después de mucho tiempo, practicando y practicando sin parar, Helena decidió que por fin había escrito un hermoso cuento y que, ahora, podía competir con las maravillosas transformaciones de las varitas mágicas de sus amigos. Transformaciones que sólo duraban 5 minutos y que ella había conseguido que durasen para siempre si quedaban escritas.

Una tarde, después de ensayar cómo explicárselo a sus amigos, los reunió a todos y les prometió contarles su secreto y el porqué se había encerrado tanto tiempo en su habitación. Les leyó su historia. Al principio no eran capaces de prestar la atención suficiente, porque no estaban acostumbrados a escuchar historias, pero ella, modulando la voz convenientemente, consiguió que, por fin, se callaran y la escucharan sin parpadear. Todos, cuando ella terminó, se quedaron extasiados y, mirando a sus varitas mágicas, sólo desearon una nueva transformación: poder seguir escuchando historias como esa y, si fuera posible, aprender a escribirlas.

A partir de ese momento, Helena, se reunía todas las tardes, debajo del árbol-osoamistoso, con sus amigos y, pidiéndole a sus varitas que se convirtieran en lápiz y papel, hacía que sus amigos contaran las historias que hasta ahora sólo habían sido recordadas mientras sucedían. Así, esos recuerdos se convirtieron en leyendas.

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