Cuando Henri Desgrange ideó, en 1903, una carrera ciclista para aumentar la facturación por publicidad de su diario L´Auto, la bicicleta representaba la modernidad, la fe en la técnica. En aquel entonces, el ciclista era un ser anónimo, habitualmente francés, (aunque también belga, holandés o italiano) procedente de las clases populares, que se sacrificaba para recorrer casi cinco mil kilómetros a lo largo de caminos polvorientos y embarrados. Así, de esta manera tan prosaica, en medio del optimismo de la "Belle Époque", comenzó el Tour de Francia.
Años más tarde, en 1919, vería la luz el maillot amarillo, elemento identificativo del líder de la carrera. De su mano vino, también, el encumbramiento del primer gran campeón del Tour, Henri Péllisier, un hombre apuesto que vestía con colores atrevidos, un ídolo en medio de aquel ambiente nuevamente despreocupado de los locos años veinte. Pero pronto saltó el escándalo. El propio ciclista francés denunció el empleo de cocaína y cloroformo, sustancias de las que los corredores se servían para sobrevivir en medio del infierno de la carrera.
Con Péllisier la Grande Boucle deja de ser un cantar de gesta romántico y deviene en una máquina de hacer dinero. En paralelo al desarrollo del cine sonoro, el Tour se convierte en un largometraje en el que los ciclistas, además de pedalear, se ponen al servicio de las marcas. De igual manera, con la crisis de los años 30, el Tour adquiere tintes de propaganda política. Los corredores portan maillots con las banderas de sus naciones. Son años de repliegue y atrincheramiento ante lo que se avecina. El Frente Popular hace sonar la Marsellesa sobre imágenes de Magne mientras que la victoria de Bartali en el 38 es aprovechada por Mussolini para reivindicar a su nueva aunque vieja Italia. El Tour es la guerra antes de la guerra.
Es decir, antes del advenimiento de los años cuarenta del pasado siglo, el Tour ya había mostrado todas esas cualidades que lo hacen insustituible: la épica del esfuerzo, el ascenso y descenso de los ídolos, la tentación de tomar atajos para sobrevivir o vencer, la explotación económica de lo que nunca fue mero romanticismo y la exaltación patriótica de los logros de individuos particulares. Todo lo demás fue irse globalizando al ritmo del metrónomo que anuncia el progreso. Globalizándose en su difusión, modernizándose en las técnicas y los recorridos y, sobre todo, en las retransmisiones.
Fue precisamente esa belleza captada por las cámaras la que me cautivó. Aprendí a amar el Tour en los veranos de principio de los noventa al ritmo del pedaleo redondo de Miguel Indurain, viéndolo rodar sentado tras la estela de los gráciles escaladores italianos y colombianos, aplastando psicológicamente a sus rivales con su rostro libre de muecas de esfuerzo, casi inexpresivo. Con Miguelón conocí Francia, su cultura y a esas gentes que lo envidiaban casi tanto como lo admiraban. Con el Tour aprendí que para soñar despierto era necesario renunciar a la siesta y permanecer pegado al televisor. En cualquier momento Chiapucci podía demarrar, aunque fuera en el primer puerto de una gran jornada alpina. O Pantani, o Rominger, o Zulle. E Indurain, paciente, los alcanzaría a continuación y los machacaría contra el crono.
El Tour, pese a lo sinuoso de sus recorridos entre glaciares alpinos y pirenaicos, por los bosques de la Bretaña y la Aquitania o los linderos de viejas zonas en guerra, no es más que una vía que discurre en paralelo al sendero que va trazando la historia. La historia política y social de Europa, pero también la propia y personal de cada uno de nosotros. El Tour arranca de nuevo este sábado y nos emplaza nuevamente a soñar despiertos a la hora de la siesta. Los nombres han cambiado, la carrera sigue igual. Francia viste de nuevo sus mejores galas.