OPINIóN
Actualizado 29/06/2015
Lorenzo M. Bujosa Vadell

¡En el nombre de Dios, el Compasivo el Misericordioso!

Alabado sea Dios, Señor del Universo, el Compasivo, el Misericordioso, Dueño del día del Juicio.

A Ti solo servimos y a Ti solo imploramos ayuda.

Dirígenos por la vía recta, la vía de los que Tú has agraciado, no de los que han incurrido en la ira, ni de los extraviados.

Este es el exordio con el que comienza el libro sagrado de los musulmanes, el que fue dictado por el Arcángel San Gabriel a Mahoma en la lengua de Dios, lengua sagrada, el árabe clásico de mil matices. Por eso, aún en países de otras lenguas, aún creyentes de otros continentes rezan de continuo la sagrada profesión de fe musulmana, la shahada, en esta lengua eterna, y se aprende de memoria, si no el Corán entero, sí fragmentos largos de este extenso poema de unión de Dios con el ser humano, a Él sometido en todos los actos de la vida.

Sorprende la profundidad trascendente de esta religión en expansión, religión misionera, que dista de ser monocorde, como nos parece a veces a los ignorantes occidentales, cristianos y descreídos. El rico contenido humanista y social de sus enseñanzas queda en la sombra, cegado tras las terribles versiones fundamentalistas, que aparecen todos los días en los noticieros con su intolerancia, sus odios y sadismos, que hacen tabla rasa de todas las teologías en las que desde hace siglos se estudia con paciencia sobre el Dios uno, la fe y las obras de sus criaturas.

Si uno hace abstracción de esos contextos, y lee sin prejuicios el primer párrafo del Corán, aún desde nuestra educación cristiana, a veces también llena de dogmatismos, violencias y fundamentalismos, no nos sonará tan extraña la oración a ese Dios compasivo y misericordioso al que se implora ayuda y guía, como quien habla con su propia conciencia, con el interior fortalecido de una persona religiosa.

Como convencido de que no habrá paz entre los pueblos hasta que haya paz entre las religiones, incluidas las "no-religiones", las éticas de los ateos y agnósticos, uno intenta ver lo que concilia, lo que acerca, lo que une, y procura relativizar lo que separa. Aun con las dudas inevitables y las críticas de los excesos y barbaridades que rápidamente acuden a la mente de todos, aún con la necesidad evidente de conciliar la modernidad con la esencia de la religiosidad, despegada de las concretas adherencias históricas que deberían quedarse atrás, uno no puede por menos que sobrecogerse ante la llamada a la oración de los muecines al atardecer o al pensar que en estos largos días de junio los fieles ayunan durante el día, hasta que no se distingue un hilo negro de un hilo blanco, como suena la melopea lúgubre de un kadish judío o tocan a muerto las campanas de los pueblos.

Por eso fue que al entrar en la mezquita uno se hizo pequeño, y se sometió arrodillándose a las fuerzas del universo, con su reflexión personal y escondida, ? con su atrevido ecumenismo ético?

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