OPINIóN
Actualizado 27/06/2015
Ángel González Quesada

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Una de las consecuencias positivas que ha tenido la reciente polémica suscitada por el conocimiento de ciertos supuestos chistes de mal gusto difundidos por un concejal madrileño, ha sido la de actualizar la, siempre cerrada en falso, polémica sobre la libertad de expresión. Y, aunque no haya sido en absoluto casual el momento en que se han hecho públicos esos "chistes", no ha podido ser más oportuna su coincidencia con un tiempo en que la libertad de expresión, en general, se encuentra en este país en sus más ínfimos niveles desde la recuperación de la democracia.

Alimentar la estéril discusión sobre qué puede o no puede decir en alta voz un cargo público, es desviar una vez más el foco de atención del problema principal, que no es otro que la libertad de expresión y su ejercicio, y enfangarse, como tantas veces sucede con los temas trascendentales en España, en la discusión del ejemplo, el análisis de la anécdota o la aclaración del caso puntual. Y perder de vista el valor de la libertad de expresión, no solo en cuanto afecta a cargos públicos, periodistas, políticos o personajes relevantes, sino sobre todo en lo que atañe al ejercicio de la ciudadanía y el desarrollo de los derechos del sujeto democrático, tanto en su dimensión social como individual, es una intolerable desatención que contribuye a extender la enorme mancha de falacia, cortedad y medianía en que se ha convertido la comunicación,el diálogo y la libre expresión en este país.

Además de las innumerables censuras 'de facto' practicadas por diarios, revistas, televisiones, radios, editoriales, programadores culturales, productores y difusores en general, mediante el sencillo procedimiento del ninguneo, la desatención o el desprecio de obras de todo tipo, que consiguen que lo publicado, comunicado o programado en este país se parezca cada vez más a una papilla consumista-publicitaria y, sobre todo, inmóvil y de una simpleza ofensiva, el hecho de que sigan existiendo temas intocables en cuanto a la expresión pública de las opiniones, críticas o libres juicios sobre ellos (la monarquía, los crímenes del franquismo, el terrorismo y sus víctimas, el ejército, las sentencias judiciales, la colonización religiosa de las instituciones, la financiación de ciertos entes y entidades, la ciencia y hasta algunos aspectos del pensamiento), significa no sólo una patética declaración de debilidad y recelo de las instituciones respecto a la población, sino un obstáculo insalvable para el sano desarrollo y la autenticidad de la convivencia democrática. Que existan países, por ejemplo, en los que la negación del Holocausto sea delito, aun expresada por particulares sin poder alguno de influencia institucional, no está muy lejos de las tan rechazadas "blasfemias" de los caricaturistas. Que ciertas instituciones pretendan mantenerse aparentemente incólumes prohibiendo que se las critique, es tan artificial como hacer creer que es la devoción religiosa la que dicta el decreto de corte de la circulación en una avenida para que desfile un cristo.

La libertad de expresión, que nunca debería confundirse con la falta de respeto o la deslealtad institucional, es una asignatura permanentemente suspendida en España, y paradójicamente descuidada por quienes más tendrían que utilizarla como herramienta imprescindible de su trabajo, y que no son otros que quienes sólo la recuerdan para censurar en otros su ausencia.

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