OPINIóN
Actualizado 25/06/2015
Juan José Nieto Lobato

A los deportistas de élite, a todos aquellos que a eso de los dieciocho apuntan al estrellato en sus disciplinas, a esos superdotados de la preparación física extremadamente mentalizados, ambiciosos y hábiles, habría que advertirles de que la banda sonora de sus vidas se compondrá de unas pocas notas del We are the champions de Queen (y no para todos), de apenas unos compases, ya lo dice el estribillo, del Heroes (just for one day) de David Bowie, y de una repetición constante, casi diarreica, del Yesterday de los Beatles.

Ayer, todos mis problemas parecían tan lejanos. Ahora parece como si estuvieran aquí para quedarse. Oh, ¡yo creo en el ayer! Cuántos deportistas no habrán entonado estos versos tras su retirada o, simplemente, tras la resaca de un triunfo que los elevó a lo alto de un podio y los instaló para siempre en las tarjetas de pregunta del Trivial y en los almanaques del deporte. Pienso mucho en ello. En lo efímero del reconocimiento, en lo angosto de la cúspide y lo injusto de la vida. Más aún después de haber visto en la medianoche del pasado lunes, en un horario premeditadamente disuasorio (o eso me pareció) y en un canal desgraciadamente marginal, la 2, el documental Del podio al olvido, una producción que testimonia la decadencia de medallistas olímpicos, campeones mundiales y jugadores profesionales tras el fin de un periplo que es esencialmente breve.

Durante la Edad Media, era habitual que los soldados, que no sabían hacer otra cosa que guerrear y vivir de los botines, causaran estragos en los reinos recién nacidos durante los períodos de paz. Muchos conflictos, de hecho, fueron provocados para aliviar su situación y para, de esta manera, librar de su amenaza a los poblados y a sus cosechas. El mismo problema representaban los soldados licenciados en la Antigua Roma. Los emperadores, sabedores del riesgo de insumisión que suponía tenerlos descontentos, les proporcionaban, a la vuelta de las campañas, dominios suficientes para que pudieran vivir cómodamente hasta el final de sus días. Si entendemos que, por fortuna, el prestigio de los países y las naciones se dirime ahora, entre otros muchos aspectos, en juegos y competiciones deportivas de diferente índole, ¿no deberían ocupar nuestros deportistas retirados el papel de esos soldados licenciados, u ociosos, y poder contar con la garantía estatal de un plácido futuro tras una vida entregada a la inacabable búsqueda de la perfección?

Sea como fuere, es el económico, quizá, el menor (que no, por ello, despreciable) de los problemas. Y es que mientras practican el deporte, más allá de temas hormonales que escapan a mi conocimiento, estos jugadores, atletas, tenistas, gimnastas,... se encuentran inmersos en una espiral de autoconfianza y reconocimiento, en un flujo de felicidad constante a pesar de las palizas físicas y de la exigencia mental de la alta competición. La retirada viene a ser para ellos una especie de primera muerte, una defunción en vida que les exige refundarse sobre las cenizas del pasado y erigir un nuevo edificio sobre cimientos que muchos de ellos olvidaron construir.

Muchos deportistas llegan a los treinta y muchos sin experiencia profesional y sin horizontes de vida. Un día ocuparon lo más alto del podio, coparon portadas de periódico y se sintieron inmortales. Hoy, inmersos en sus recuerdos, se sienten tentados de seguir escuchando Yesterday. Pero no, no pueden hacerlo. Están, como todos nosotros, obligados a seguir adelante y a reproducir en sus móviles The future is now de The Offspring. Mucha suerte para todos. Algunos, aunque seamos pocos, nunca os olvidaremos.  

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