OPINIóN
Actualizado 18/06/2015
Agustín Domingo Moratalla

La selectividad es algo más que un ejercicio académico con el que los bachilleres acceden a la universidad. Se trata de una prueba que altera a toda la familia porque de su calificación no sólo depende la carrera de los hijos o el centro universitario en el que puedan realizarla, sino el futuro más inmediato de toda la gestión familiar. Analizada desde el punto de vista crítico, se trata de una prueba tóxica que dificulta la salud de los procesos culturales, educativos y formativos.
Dificulta la salud de los procesos culturales porque hay determinadas cuestiones culturales sectarias que son sospechosamente recurrentes. Los problemas relacionados con la lengua, la guerra civil y la religión, siempre han tenido una presencia sospechosa. De nada vale quejarse este año por catalanismo en la prueba de lengua, por el sectarismo ideológico de los textos que se comentan o por los autores seleccionados para los ejercicios de madurez. Sin transparencia alguna, si alguien tiene la curiosidad de estudiar las correlaciones en estos temas, comprobará que se repiten las mismas categorías: catalanismo, laicismo y progresismo.

Dificulta la salud de los procesos educativos por varias razones. Ante todo porque altera y pervierte el sentido del bachillerato. Como etapa central en la formación de jóvenes, el bachillerato nunca se pensó para entrenar y adiestrar adolescentes que superen una prueba final de homologación estabular, sino como tiempo para la maduración, el discernimiento vocacional y una potente capacitación cultural básica. El horizonte de la selectividad no sólo condiciona la programación de las materias sino que determina las programaciones e impide el trabajo interdisciplinar de los problemas.
Los procesos educativos también se modifican: además de los calendarios, las actividades, la organización de las áreas y las tutorías, los centros condicionan la enseñanza secundaria a la programación del bachillerato y este a la ruleta rusa de la selectividad. Todas las fases del proceso educativo se guillotinan con dos azarosos días de junio. Ni nada ni nadie están para lo que deberían estar, como si la calidad de la enseñanza se midiera única y exclusivamente por el número de aprobados en selectividad y sus correspondientes calificaciones.

Dificulta la salud de los procesos formativos porque ni los profesores ni los tutores pueden acompañar en cuerpo y alma. Tienen que entregarse a programaciones, temarios, pruebas y, en definitiva, a la mecánica de unos controles absolutamente inútiles para la vida. La conquista de las décimas necesarias para entrar aquí o allí genera procesos cancerígenos en toda la comunidad educativa. En los centros por las notas de corte, en las evaluaciones porque una parte determina el todo y entre los profesores porque es la incierta frontera que separa los héroes de los villanos.

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