Como si de un sistema de riego por goteo se tratara, las principales competiciones deportivas jugadas en formato liga están poniendo su broche con la entrega de los trofeos y el cierre de los primeros balances. En la noche del pasado martes, sin ir más lejos, el triunfo de los Golden State Warriors puso fin a una temporada de más de cien partidos en la que treinta equipos se repartieron un único anillo de campeón. Es decir, 435 jugadores, 29 entrenadores principales (y muchos más ayudantes) y millones de aficionados tuvieron que limitarse a jugar el papel de testigo.
Todo ello en una liga que representa un modelo de competición equilibrado que tiende a limitar el poder de las grandes marcas y mercados a través de medidas compensatorias: límite salarial, sistema de draft, según el cual el equipo peor clasificado elige antes a los mejores jugadores no profesionales, (universitarios o procedentes de otras ligas) y restricciones a los traspasos que pudieran incluir cláusulas leoninas. La NBA protege su marca garantizando la igualdad de oportunidades, mientras que las principales ligas españolas, la de fútbol y la de baloncesto, se encuentran instaladas en duopolios que provocan cierto hastío amén de la desaparición por asfixia de clubes modestos que, cegados por la magnificencia de sus competidores, se embarcan en una espiral de deudas que se torna insoluble. Quizá sea necesario revisar el modelo. Quizá, por muchos millones que muevan Madrid y Barcelona, sea necesario apelar al interés general y serle incómodo a estos gigantes por mastodóntico que resulte su poder.
El cambio, por su inherente condición, tiende a provocar una reacción inicial de rechazo y la activación de los mecanismos de resistencia. Lo mismo sucedía antes con los modelos victoriosos y las filosofías del triunfo. Hasta hace muy pocos años ganar era la consecuencia de ser menos malo que el rival. La táctica había quedado reducida a tretas para disminuir el potencial ofensivo del oponente y el eslogan principal de todos los entrenadores incluía la palabra oficio. Así, con poco más que oficio, ganó Grecia la Eurocopa de 2004 o Italia la Copa del Mundo de 2006. Así ganaron los Pistons la NBA en 2004, o aquellos rancios Spurs en 1999, 2003, 2005 y 2007. Y así ganaba también el Barcelona de baloncesto, jugando a pocas posesiones, confiándose a Navarro y haciendo parecer a Ricky un jugador del montón, un segundo violín.
Era entonces cuando los equipos eran de sus entrenadores. La Grecia, de Otto Rehhagel; la Italia, de Marcello Lippi; (de la que Fabio Cannavaro salió erigido Balón de Oro) los Pistons, de Larry Brown; el Barcelona, de Xavi Pascual; el Madrid, de Fabio Capello,... Todo cambió, por suerte, cuando al mando de proyectos victoriosos se situaron técnicos sin experiencia, osados novatos avalados por una trayectoria escueta en los banquillos. Del Bosque dirigió el Madrid de los galácticos, Rijkaard el Barcelona de Eto´o y Ronaldinho, Guardiola el del tiki-taka, Messi y el sextete, Spoelstra a los Heat de Lebron y Wade y ahora, en esta misma temporada, para qué remontarse más allá, Steve Kerr a los Warriors de Stephen Curry y el resto de la banda, Luis Enrique al Barça del tridente y el triplete y Pablo Laso al Madrid de la novena al servicio de Reyes, los Sergios y Rudy.
Del personalismo de los técnicos, de la alargada sombra de algunas figuras de la vieja guardia, se ha pasado a perfiles medios que manejan vestuarios sin necesidad de elevarse sobre un púlpito. Los buenos entrenadores, los de ahora y los de antes, escuchan, aprenden y, cuando quieren implantar una idea, convencen. Los buenos equipos, los de ahora y los de antes, por mucho que algunos, por azar en la mayor parte de los casos, tuvieran un premio inmerecido a una propuesta ruin, apuestan por imponer sus armas sobre las de su rival y, sin necesidad de perder el necesario equilibrio, por llevar la iniciativa y proponer espectáculo. Porque pierden dos veces, cuando pierden, los que carecen de principios y solo apuestan por ganar. Porque ganan siempre, aunque no diga lo mismo el marcador, los que abogan por un deporte generador de sonrisas y concebido como arte y terapia para todos aquellos que solo encuentran en una retransmisión deportiva el necesario recreo de una existencia sin treguas.