OPINIóN
Actualizado 15/06/2015
Rubén Martín Vaquero

¿Qué traes ahí Juan? María, un niño quebrado.Pásamelo Juan por el otro lado

A mediados de junio planificábamos en mi barrio el aquelarre o muerte en la hoguera de la relajada, y ya marchita, estación primaveral. Organizados en grupos como los portorriqueños de West Side Story, pero sin bailes y sin chicas, nos distribuíamos las calles y casa por casa daba comienzo la razzia.

  -¿Tiene algo para la hoguera de San Juan?

La generosidad del vecindario nos convertía en refugiados acarreando maderas de muebles muertos, colchones sombreados de amarillo, sillas desfondadas y hasta armarios desvencijados por el peso de la miseria que, como siempre, olía a moho. Solíamos guardar la cosecha de la pira en los patios traseros, tal que fuésemos del Santo Oficio, y algunos padres se convertían en improvisados chamarileros del tiempo. Pero el desarrollismo franquista alcanzó a las casas de un andar y los vecinos nos fuimos mudando a los nuevos pisitos de Protección Oficial, hasta que sólo quedaron en la calle cuatro o cinco casas que parecían caries entre las hileras de bloques.

Creo que fue el año que mataron a Kennedy cuando descubrimos, con asombro, que no teníamos un lugar donde almacenar la ganga miserable que la vida había segregado en el barrio. Después de muchas reuniones, un sínodo con los padres y dos o tres cónclaves, nos convencimos de que no nos quedaba otra alternativa que las alcantarillas. Las conocíamos muy bien. En algunas había grifos que usábamos para beber agua y las ratas, que sabían de la postguerra, al barruntarnos huían. Desde pequeños los adultos nos habían descolgado por las bocas para que les llenásemos vasijas y botijos cuando cortaban el agua. Estos almacenes subterráneos nos resultaron muy útiles porque impidieron el saqueo de nuestros tesoros inflamables mientras nosotros nos dedicábamos a robar impunemente los de los demás.

Sin embargo, en el verano del ´68 las borrascas atlánticas alentadas desde París se confabularon y, oleada tras oleada, volcaron varios mares sobre la ciudad, buscones de playas escondidas bajo los adoquines. Decepcionadas, las aguas trataron de encontrar las salidas del barrio, como otras veces, pero ese verano las alcantarillas estaban cegadas y se desparramaron por las calles anegando bajos y casas. Los bomberos estuvieron dos días sacando de las cloacas la historia del barrio, aunque se podía pensar que los masones habían traído desde el extranjero los despojos de alguna kermesse más o menos heroica, porque ningún vecino reconoció como suyos los objetos chorreantes.

  -¡Barrio de Judas! -afirman que exclamó el Alcalde y ordenó a los municipales vigilar nuestras cloacas.

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