La despensa nacional tiene tal colgadura de chorizos, que es imposible, por mucho empeño que pongamos, saber a qué añada matancera pertenecen. Ni los ambientadores afines a la cosa ministerial logran quitar ese tufillo que contamina las notas reales de una zarzuela, donde la pifia a lo grande, en el centro del escenario, todo un barítono yerno. Mientras tanto en los submundos del poder, los pasamontañas terroristas indecentemente cubren los caretos de quienes reciben sobres y prebendas que huelen a grasienta pasta gansa. Gentuza que logra predicar (después de sus correrías por el alcantarillado patrio) con una sonrisa de plomo maleable no sé cuantas honradeces, en cualquier espacio televisivo que se les ponga a huevo.
Lo peor es que la cosa social que vivimos se presta a que los rufianes y tracaleros se suban a las tarimas a bendecir, con sus sermones, la calma de los tontos.
Aquí todo el mundo es buenecito y por tal causa, algunos hasta se acoplan la hipocresía con tal de seguir montándoselo en apariencia. Vamos, que puedes dar con un empresario de esos que sisaron por costumbre, vacaciones y pelas a sus curritos durante años, cuando larga ahora la monserga de sus ímprobos esfuerzos para dar de comer a los suyos. Porque estos tipos, que suelen padecer la dualidad santera que han mamado de su propia mala leche, llegan a creer que en ellos mismos nace la decencia y hasta osan decir, cual si fueran frailones aparentes, que sus empleados fueron para ellos como hijos. El problema es que tales vástagos, al estrenar su libertad como jubilados, se libran del estreñimiento verbal y te cuentan, los pobres, con pelos y señales que no fueron más que puta carroña en las garras buitreras de sus amos. Después respiran hondo y aunque ya han logrado reírse a pata suelta, susurran que todavía tienen pesadillas al recordar dónde estuvieron jodiendo, durante siglos, la paciencia.
Y si faltaba la música en el baile, para que estos oradores de tres al cuarto se fabriquen la estrategia de vender el humo traficante de sus peroratas humanistas, llega de la Argentina un tal Francisco, con el zurrón del pastoreo repleto de verdades, para fustigar con sus cavilaciones, más que a nadie, a los propios mercaderes de la Iglesia. Y es que suelen olvidar, estos mangurras del palabreo, que la cuestión eclesial incumbe a todos los que pertenecen a la misma y mucho más a sus pastores y a los listos que se doctoran en la pérfida explotación de sus congéneres.
El caso es que este hombre, de talla moral indiscutible y cada vez más reconocida, aclara, con insistencia, que en el mercadeo mundial de las prevaricaciones o donde suele explotarse al hombre por sistema, con el Evangelio en la mano es fácil poner las cosas en su sitio.
Y es que no se salvan ni los clérigos, que actúan siendo la excepción, como infames magnates de la usura o como avaros lacayos que visten la sotana para alimentar sus ambiciones manoseando la Palabra. Detrás, sosteniendo la vela, en una procesión interminable, se sitúan los laicos glotones que en la indecencia más infame, mientras sangran obreros o camuflan euradas, en misa como devotos de algún típico santo al uso, suelen bañar en lágrimas su embaucador aspecto sensiblero.
Mientras tanto los BROTES VERDES de la pobreza se extienden como una calamidad por este país en el que solamente los beodos siguen bailando como si estuvieran en vísperas del gran festejo. Eso sí pagaremos con nuestras famélicas nóminas el cotarro, aunque nos dé grima la música obscena que, una y otra vez, machaconamente, nos pinchan para tocarnos las narices.