OPINIóN
Actualizado 08/06/2015
Alejandro López Andrada

A la que me enseñó todos los nombres de los pájaros y los árboles

No es necesario ya decir tu nombre: de repetirlo tanto ardió el azul más íntimo del cielo entre mis labios. Pasabas como un vuelo de alcaudón, dejando la alegría en las aceras, encima de mi frío. Eras la madre de todos los gorriones y las adelfas. En tu felicidad no había campanas y, sin embargo, siempre había un murmullo de goznes cristalinos cuando hablabas con la tonalidad de un ruiseñor mecido, entre las zarzas, por el aire. Tú me enseñaste el don de la humildad, la tímida belleza de la lluvia que surge en nuestro olvido cuando amamos. La vida es una ocre levedad a la que el infinito da la espalda. Maestra de los álamos y los grillos, cuánto ternura hundiste entre los pliegues de aquel camino blanco y polvoriento por el que antaño siempre me llevabas. Aunque te fuiste y ya no eres materia, hace unas horas volví a observar tu imagen de espiga luminosa resaltando sobre el paisaje lento y amarillo. La misma luz, el mismo resplandor sereno acordonando los maizales, el cerro de los Pozos, las pupilas del horizonte abriéndose a tu paso. A veces hay en los muertos que no están mucha más vida y mucho más amor que en quienes viven cerca y dan la mano. Tu ausencia hoy no es muerte, sino paz. No es necesario ya decir tu nombre: quienes te conocieron ya lo saben. A veces, cuando más perdido estoy, cierro los ojos y vuelvo a ese camino por el que siempre sigues transitando, hablándole al murmullo de las norias que ya son óxido, saludando al viento, besando el resplandor de los maizales, en tu paseo hacia la eternidad.

Alejandro López Andrada 4 de junio, 2015
Editorial "Trifaldi"

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