OPINIóN
Actualizado 04/06/2015
José Manuel Díez

Al sur de Siracusa, existió hace muchos años un pequeño poblado pesquero. De él poco nos hablan los libros de historia ni los atlas de la época, ni siquiera conocemos su nombre, pero es muy célebre la leyenda que allí aconteció: la historia de Baruk, el hombre sabio.

Cuenta esta leyenda que, todas la tardes, Baruk, bajaba de su cueva en el Cerro del Sol hasta el puerto del poblado ?lugar muy cercano a donde hoy en día desemboca el río Anaso? y allí, felizmente, miraba ensimismado el horizonte o permanecía largo tiempo de charla con los pescadores que iban y venían de faenar. Así ocupaba la mayor parte de sus días.

Desde que Baruk llegó al poblado no había hecho otra cosa que el bien entre sus habitantes. Todos acudían a él cuando tenían dudas o tristezas que solventar; y él, con una sonrisa perenne en el rostro, les daba siempre acertado consejo. Era un hombre solitario y extraño, pero bienhechor. Vivía en la montaña y, salvo una antigua túnica de piel de cabra, no se le conocía otra posesión. Jamás aceptaba alimentos ni especias a cambio de su ayuda a todos. Nadie sabía de qué se alimentaba. Unos decían que de aire; otros, que de la luz del sol; otros, que de plantas. Había entre los aldeanos muchas teorías acerca de su modo de vida, pero todos, sin excepción, lo veían como un hombre sabio y bondadoso.


*****

El tiempo pasó y Baruk, como cualquier persona, fue envejeciendo. Una tarde, convocó al gentío en la plaza del poblado y con cansada voz les dijo: Hermanos, me estoy muriendo. Necesito un sucesor. Aquellas palabras, a la vez que dolorosas, parecieron sonar muy extrañas para la mayoría. Unos a otros se miraron, inseguros. Alguien alzó la voz entre la multitud: ¿Y quién será tu sucesor, Baruk? No hay nadie tan sabio entre nosotros como para sucederte.

Mi sucesor ?dijo el anciano- será aquel que calme mi sed. En siete días lo sabremos.
Y, sin añadir nada más, se fue con paso lento hacia su cueva. La noticia corrió como chispa en reguero de pólvora por toda la comarca y más allá. Baruk, el hombre sabio, había dicho que sería sucedido por aquel que calmara su sed.

Pasaron siete días y todos volvieron a reunirse en la plaza del poblado. El hombre sabio apareció puntual, con paso cansino y mirada interrogante. Parecía mucho más envejecido que hacía una semana. Ayudado de una larga rama de encina,  a modo de báculo, se aproximó a la muchedumbre y, con voz fatigosa, preguntó: ¿Hay entre los presentes alguien capaz de calmar mi sed? El silencio se hizo en la plaza. Todo pareció enmudecer; incluso el canto de las aves. Sin embargo, tres hombres, desconocidos para el resto, salieron de entre la multitud.

Habló el primero: Soy Celemín el Turco, hijo y sucesor del gran califa Solimán. Traigo agua de las sagradas fuentes del Cubuk en esta copa de oro que perteneció a mis antepasados. Yo calmaré tu sed, maestro. Y se inclinó frente a Baruk con una prolongada reverencia. Pero el hombre sabio permaneció en silencio.

Habló el segundo: Soy Wedi Mkepa, príncipe de Zanzíbar. Traigo el agua blanca de las cumbres del Kilimanjaro en este cáliz de marfil, principal joya de mi reino. Yo calmaré tu sed, maestro. Y puso su rodilla izquierda en tierra, a la vez que se despojaba de su sombrero. Pero Baruk se limitó a callar nuevamente.

Hablo el tercero y último: Soy Sir Eyre Srock, soberano de Australia Meridional. Traigo la pureza del agua del lago Gairdner en esta tembladera de plata. Yo calmaré tu sed, maestro. Y dio un paso al frente, con la mirada entornada hacia su propia ofrenda. Pero el hombre sabio volvió a prolongar su silencio.

La muchedumbre del poblado no daba crédito a la amplia fama de su sabio amigo. Todos estaban atónitos ante la concurrencia de tales forasteros a la llamada de Baruk. Nadie salía de su asombro. El silencio, por segunda vez, volvió a atravesar la plaza del poblado. El canto de las aves, que poco a poco se había restablecido, pareció volver a detenerse. Nada estaba resuelto. Baruk quedó pensativo en mitad del mudo gentío.


*****


De pronto, de entre las piernas de los aldeanos, salió corriendo un niño. Era Josué, el menor de los cinco hijos de Marco el pescador. El muchacho, de puntillas sobre sus alpargatas de esparto, extendió sus brazos a uno de los tres caños de la Fuente de la vida, situada en la plaza del poblado y, con sus diminutas manos rebosantes de agua, exclamó: Beba, señor Baruk.

El hombre sabio, con una lenta disposición, propia de su edad y su estado de salud, se arrodilló ante el muchacho y, tras beberle el agua de las manos, anunció mirándole a los ojos: Sólo tú conoces el agua capaz de calmar mi sed, porque anteriormente la bebiste y también calmó la tuya. Tú serás el elegido. Tú serás mi sucesor, joven Josué.


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Así concluye este relato. Así comienza esta enseñanza. Algún día contaré la historia de Josué, el hombre sabio.

 

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