Los finales de curso tienen estas cosas. Las crías van terminando sus actividades y tienes que ir a que te vean que las ves. Les hace tanta ilusión -y a nosotros nos ilusiona tanto hacerles ilusión- que removemos lo que tengamos que remover para estar en la exhibición de gimnasia rítmica.
Era un miércoles a las cuatro y media. Con la canícula adelantada y el asfalto alcanzando ese punto caliente que hace vibrar la vida a ras de suelo. Lo único que apetecía era darse un baño en una piscina junto al mar. Bueno, eso y tomarse una cerveza bien fría. Dentro de la piscina a la orilla del mar, lógicamente.
De pronto salieron medio centenar de niñas con sus mallas de colores. Las más pequeñas, de rojo. Las medianas, de blanco. Las mayorcitas, de rosa. Y, en medio de las de blanco, una malla negra. Un niño. El único chico entre todas estas gimnastas rítmicas de cara pintada, moño de brillantina y zapatillas de ballet. Un crío con el pelo engominado, sin brillantina, con una malla más deportiva y que no tendría siete años.
Empezaron las exhibiciones y cuando le llegó su turno, a pesar de sus carencias rítmicas y su coordinación limitada, se llevó la mayor parte de los aplausos de padres, madres, abuelos y vecinos que por allí pasaban. Era como si, con su presencia y su inocencia, reclamara un mundo más justo, donde hubiera sitio para todos, en el que los más hábiles tuviesen paciencia con los que somos más torpes. Era una metáfora del cambio. Una punta de lanza que hacía pensar en otros mundos posibles, en que no sólo las mujeres van ganando el espacio -que nuestra sociedad de hombres les negaba- en terrenos vedados para ellas. Era el niño de la malla negra un alegato valiente ?y sin ningún complejo- de que la libertad de la inocencia, cuando es auténtica, recibe el apoyo y la admiración hasta de los más reaccionarios.
Y así fue como la que iba a ser una tarde agobiante de calor y prescindible exhibición de gimnasia rítmica infantil. Una tarde familiar de fotos, medallas, gestos cómplices, sonrisas y mucho cariño paterno-filial fue, además, un "flashazo" emocional. Una interrogación haciendo la voltereta lateral, una denuncia social en forma de pino-puente. Una representación de la más pura libertad concentrada al completo en el niño del maillot negro.