Desde sus orígenes el pensamiento se ocupa del fenómeno religioso, es un ámbito más de reflexión como lo es la razón y la existencia humana. Vivimos unos años de un retorno de lo religioso, después de vivir casi sin noticias de Dios. Esta vuelta de lo religioso, es propio de la modernidad tardía, fragmentada la razón y los grandes relatos de la modernidad, en lo que llamamos pensamiento débil o postmodernidad. Ahí están los límites de la realización humana, la posibilidad de darle un sentido a la existencia y volver al origen, al principio donde se hospedaba la razón y abrir desde aquí la esperanza.
En los últimos años se ha intensificado el interés por la figura de Pablo de Tarso, no tanto desde la teología que no llamaría la atención, sino desde la filosofía. Se han escrito libros y ha sido noticia en numerosas revistas especializadas. Pensadores actuales como A. Badiou, G. Agamben, S. Breton, J. Taubes, sin olvidar a los clásicos Agustín, Pascal, Kant, Hegel, Kierkegaard, Heidegger, Hannah Arendt. Pablo y Agustín fueron un referente para este último pensador, para desarrollar no tanto una fenomenología de la religión.
En 1916 Heidegger estaba en Friburgo como ayudante del profesor Husserl. Husserl se reservaba la ardua tarea de explicar, desarrollar y dar a conocer los principios de la fenomenología, como base de su ontología formal. Pero a su vez, repartía entre sus alumnos más aventajados la aplicación de la fenomenología a diferentes campos de la realidad. Así Edith Stein, se encarga de elaborar una fenomenología de las formas sociales y el propio Heidegger, se encargó de una fenomenología de la vida religiosa. Esta se compondrá de dos lecciones y un borrador de otra que jamás dictará, lo importante es que en ellas se aprecia ya una distancia con respecto a su maestro Husserl.
Será en 1921, cuando dicte la lección de Introducción a la Filosofía de la religión, donde en ella tendrá un subrayado especial Pablo de Tarso, también otros autores cristianos, como San Agustín, Teresa de Ávila o el maestro Eckhardt. En esta obra quiere analizar la experiencia religiosa genuina, acudiendo a los fenómenos, a la experiencia de la vida. Analiza la carta más antigua de Pablo, la primera carta a los Tesalonicenses, aunque también analiza otras cartas como la de los Gálatas o la carta a los Romanos, no sigue un orden cronológico. Estas cartas son tomadas no como documentos doctrinales, sino como documentos en la que se expresa la experiencia vital de Pablo.
Heidegger quiere analizar la experiencia originaria de Pablo de la vida fáctica, poniendo en relación su mundo propio, con el mundo circundante. Según el pensador, el sentido referencial de la vida fáctica cristiana, está en la parusía, en la esperanza de la venida de Cristo. Toda la vida cristiana está atravesada por esta expectativa del final de los tiempos. El estar ante Dios, es estar a la expectativa de su venida, no de su eternidad. Esa temporalidad, es lo que llamó la atención a Heidegger, es un "tiempo oportuno", un Kairós. Eso es la esencia de la vida cristiana, estar volcado a un futuro no determinado. Sólo el ser de Dios puede entenderse desde la temporalidad, en la expectativa de su venida.
Dios, la verdad, no se muestra de golpe, como un misterio tremendo entre lo racional o irracional (R. Otto), sino en el tiempo, en la revelación a lo largo de la historia. En obras posteriores, tendrá su culminación en el concepto hegeliano de Ereignis. Es un concepto clave en todo el pensamiento de Heidegger. No sólo significa el acaecer o el acontecer, siempre recurre a juegos de palabras para explicarlo, es apropiarse o construir en lo propio, aunque podemos darle el significado de evento. Es algo que viene, que llega, es cualquier cosa que llega y es reconducida a lo que es propio, a su verdadera identidad. El Ereignis es lo propio del ser, este se espera como acontecimiento que resuena en el lenguaje o en la poesía, que vibra como época y que toma al final el tono de lo sagrado.
Podemos concluir diciendo, que la experiencia de Dios o la experiencia religiosa, tiene que ver con la búsqueda del sentido global de la vida humana.
En el amable azul florece con el metálico techo el campanil.
Lo circundan los chillidos de golondrinas en vuelo,
lo envuelve el más conmovedor azul.
El sol lo domina e ilumina las láminas,
pero en lo alto la bandera quieta canta en el viento.
Y si alguno desciende esas escalinatas bajo la campana,
hay una vida en la quietud, pues cuando la figura está tan aislada,
entonces la ductilidad del hombre emerge.
Las ventanas desde donde resuenan las campanas
son como puertas ante el umbral de la belleza.
Es decir, puesto que las puertas son ahora como la naturaleza,
semejan los árboles del bosque.
Pero pureza es también belleza.
Un grave espíritu surge al interior de lo diverso.
Y tan simple y sagradas son las imágenes
que uno teme describirlas.
Los Celestes, empero, siempre benignos,
tienen todo a la vez, como quien es rico, virtud y felicidad.
Es válido que el hombre los imite.
¿Es lícito, si la vida es puro cansancio, que un hombre se asome a mirar y diga:
así quiero ser también?
Sí. Hasta que la gentileza, pura, se conserve en su corazón,
el hombre no se mide infelizmente con la divinidad.
¿Es desconocido Dios?
¿Es manifiesto como el cielo? Esto creo, más bien.
Del hombre es la medida.
Colmado de méritos, pero poéticamente, reside el hombre sobre esta tierra.
Pero la sombra de la noche con las estrellas no es más pura,
si me es dado decirlo, que el hombre, que imagen de la divinidad es llamado. (?)
F. Hölderlin, En el amable azul