OPINIóN
Actualizado 24/05/2015
@santiriesco

Pasaba la semana entera en tensión. Apuntaba temas, metáforas, giros ocurrentes, palabras inventadas en trozos de papel que guardaba en la cartera, la mano llena de boli azul con la última ocurrencia. Y los domingos ponía todo sobre el escritorio, junto al teclado, para ver qué se podía aprovechar de aquellos destellos verbales recopilados a lo largo de la semana. Los que pasaban la criba entraban a formar parte de su texto semanal. Disfrutaba tanto componiendo ese puzle? un placer que sólo se veía superado al ver la columna impresa al día siguiente en el periódico que alguien leía a su lado en el autobús, en la biblioteca, en una mesa de la cafetería frente a la Facultad.

Con el tiempo la columna mudó de firma y de cabecera. Dejó de ser el alimento espiritual de los universitarios para convertirse en una sacudida para los que compraban cada lunes el diario. Los dueños de la rotativa comenzaron a pagar sus 300 palabras. La rutina era parecida, el columnista era el mismo.

Bastaron un par de bombazos envueltos en Times New Roman 12  para que los responsables de opinión de la cosa decidieran prescindir de sus ideas. No se podía opinar así de los intocables del pueblo. Mucho menos un mindundi que vivía en la capital y enviaba sus crónicas desde cualquier lugar del planeta. "Muchas gracias, hasta otra".

Emprendió entonces su cruzada particular. Quería permanecer atado a una columna. Aprovechó la oportunidad digital y cada semana, siguiendo su ritual, robaba tiempo a los suyos para dedicárselo a los demás. Nunca supo si lo hacía por él, si respondía a una necesidad, si esperaba llegar lejos o si sólo era un asunto personal.

Los años van pasando, las columnas se siguen publicando. Cada vez es menor la ilusión con la que se enfrenta cada domingo a la página en blanco. Comienza a dejar semanas vacías. Quiere agarrarse a esa promesa que se hizo a sí mismo: contar en columna su universo, compartir sus inquietudes, deseos e inquinas a golpe de tecla, vivir para escribir a pesar de la presión que supone compaginar su deseo con la realidad, con escribir para vivir. Y apuesta por la propiedad conmutativa de los términos.

Ayer recibió un correo sorpresa. Un lector anónimo de sus primeras columnas decía que se le había aparecido en sueños. Suplicaba un texto olvidado que reflejaba lo que en ese momento estaba viviendo? y le empujó a releer su vida a doble espacio en cientos de documentos que había creado.

Un dolor intenso acompañado de un nudo en el pecho se apoderó de su maltrecha y dañada autoestima.

"Ya no es lo mismo", recitaba para sí en voz baja mientras abría el Word con resquemor y ánimo de revancha.

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